El que odia, odia


Por el hecho de ser religiosos y, sobre todo, por ser católicos, algunas personas, que aborrecen la religión y, por encima de todo, el Catolicismo, nos odian. Odiar no es solo sentir antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien. Es peor; es desear el mal para el odiado y para todo lo que el odiado piense, sienta o crea.

El que odia quiere, en el fondo de su corazón, destruir al odiado. No busca la conversión del otro, no; busca su destrucción. Hasta cierto punto es compresible que deseemos que los demás coincidan con nosotros en lo que consideramos que sostenemos con fundamento, con razón, con suficiente motivo; en lo que, honestamente, pensamos que es bueno, noble y justo.

El que odia no se para en miramientos. Odia y punto. Y cualquier cosa que diga el odiado, razonable o no, reforzará su aversión, su afán implacable de hacer tábula rasa, de empezar de nuevo.

Todo lo que diga “el otro”, el odiado, se convertirá a priori en sofisma, en argumento aparente en favor de lo falso. Jamás se le reconocerá al odiado la capacidad de argumentar. El odiado es, por definición, imbécil, alelado, escaso de razón.

El que odia cree tener las claves del lenguaje. Las palabras que no le gustan simplemente han de ser borradas del diccionario o reinterpretadas, no según el sentido que la tradición lingüística les atribuye, sino según su capricho imperial y soberano.

El que odia se siente en posesión absoluta y exclusiva de la verdad. Y no solo eso. Se siente con derecho a imponer su verdad a costa de lo que sea. ¿A costa de la patria potestad? También. Los padres no pueden escoger, por ejemplo, el tipo de educación que, dentro de lo razonable, desean para sus hijos.

¿Que los padres son católicos y desean que sus hijos sean educados de acuerdo con su fe? No, no. El que odia dirá que no. Y le dará lo mismo lo que diga la Constitución Española: “Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones” (27,3). E igualmente le tendrá sin cuidado la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia” (a.18).

Al que odia le fastidia que existan resquicios para escapar a su dominio. No desean persuadir, desean exterminar (física, moral o cívicamente). Y tergiversan todo lo tergiversable para lograrlo. Inventan privilegios fiscales, pretextan exenciones y añoran, en el fondo, los totalitarismos anticristianos.

Confunden lo que es, o lo que ellos creen que es, con el deber ser, o lo que ellos creen que debe ser. Hablan de respeto cuando no respetan nada, salvo a sí mismos. Hablan de no discriminación cuando discriminan continuamente. ¿Acaso no sería discriminar, en la escuela o en la sociedad, a un creyente solo por ser creyente? ¿Acaso no es discriminar considerar, sin más, a un creyente como a un enfermo mental - dicho con todo en respeto que merecen esos enfermos -?

Al que odia le encantaría que el Estado, el César, fuese un Nerón de su gusto. No desean un César tolerante, que permita creer o no, educar en conformidad con la fe o no. No es eso. Quieren a un César que, como Nerón, culpe de los incendios de Roma solo a los cristianos. Eso les hace gozar, les llena de sueños de liberación. Les colma de júbilo.


El que odia se siente “Papa” en casa ajena. Aspira, en la Iglesia, a dictar el Código de Derecho Canónico. Ellos quieren marcar los límites, los espacios, la diferencia estricta entre lo sacro y lo profano. Los que odian a la Iglesia tienen vocación de curas renegados. Aspiran a ser los oficiantes del rechazo a Dios. Ya Comte, pobre, gastaba horas de su vida en idear el número de velas que habrían de alumbrar los altares de su religión positivista. Es verdad: algunos ateos no saben más que hablar de Dios y algunos laicistas repasan, con fervor digno - según ellos- de mejor causa, de arriba abajo las homilías episcopales.

El que odia se niega a distinguir. Lee “optativa”, como asignatura, y traduce ya, sin saber por qué, sin dar ni media razón, “no evaluable”. Yo pude optar en mis años de estudiante entre, por ejemplo, Historia del Arte o Griego, y ambas eran optativas, elegibles entre varias otras, y a la vez evaluables. Entre otros motivos porque no acudíamos a esas clases a pasar el tiempo, sino a aprender.

Nadie obliga a estudiar Religión en la escuela. Ni nadie obliga a subvencionar a la Iglesia Católica. No hablo de otras religiones o confesiones por respeto hacia ellas, porque no debo entrar en terreno, quizá próximo, pero también ajeno.

En fin. Da lo mismo. El que odia, odia.

Guillermo Juan Morado.


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