Como nos recuerda Alfonso Basallo, los Parlamentos surgen en la Europa medieval para controlar a unos reyes manirrotos. Los representantes de los condados y las ciudades se reunían para fiscalizar las cuentas del Reino y defender sus intereses frente a los soberanos y defendiendo lo que podríamos llamar el “bien común” que comienza por la justicia distributiva.
A los españoles nos cabe el honor de ser pioneros en esto del parlamentarismo, con las Cortes de León, en 1118, bajo el reinado de Alfonso IX. La corona leonesa necesitaba ingresos y optó por imponer más cargas fiscales (nihil novum sub sole). Y los representantes de las ciudades -es decir los contribuyentes- exigieron contrapartidas y la facultad de regular los gastos del monarca. Y fue entonces cuando el rey Alfonso convocó la llamada Curia Regia, a la que por primera vez se incorporan los representantes de las ciudades, con voz y voto.
Vemos aquí dos ideas fundamentales que están presentes desde el mismo origen de la democracia europea: controlar los excesos del poder y hacerlo por medio de representantes electos.
Pues bien, ¿qué nos encontramos a la vuelta de nueve siglos?
1. Un Parlamento que ya no trabaja para el “bien común”, es más ni se piensa en este concepto por considerarlo obsoleto.
2. Un Parlamento que elabora leyes injustas sosteniendo a un gobierno que plantea imponer de modo autoritario dichas leyes sin dar opción ni siquiera a la objeción de conciencia.
3. Un sistema representativo con el que muchos ciudadanos no nos sentimos representados por nuestros teóricos representantes.
Que cada uno saque sus consecuencias, pero yo me planteo si el sistema estará agotado y en crisis. ¿Final de una Época? ¿Hacia una Era Post-democrática?
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