27 de agosto.

Homilía para el XXI Domingo durante el año A

En el Evangelio que hemos escuchado, Jesús pregunta a sus discípulos: “¿Y ustedes, quien dicen que soy?” Más allá de la distancia del tiempo y del espacio, es a nosotros, hoy, que Jesús nos dirige esta pregunta: “¿para ustedes, quién soy?”

La pregunta ¿quién es Jesús?, es ciertamente de una larga respuesta y tal vez una cuestión más bien teórica, hasta el día en que, por las razones particulares que sean, a cada uno de nosotros nos llegue el momento de interrogarnos sobre el sentido último de nuestra existencia humana. La fe en Cristo está, en efecto, íntimamente ligada a nuestra autoconciencia, a nosotros mismos, podríamos decir: a una cierta fe en nosotros mismos. Sabiendo quien es Cristo sabemos bien quienes somos nosotros. Es muy difícil – casi imposible- que esta relación no se de, y sin conocer a Cristo es muy difícil conocernos a nosotros mismos. Por eso el Concilio Vaticano II (GS 22) en una cita de oro nos dice que: “En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado”.

Cuando nosotros queremos reflexionar sobre el sentido último de la existencia humana, debemos siempre considerar los dos polos de la historia: por una parte la creación, y por otra la resurrección de Cristo.

En el alba de la creación Dios ha expresado la diversidad y la riqueza de su ser en la inmensidad del cosmos y en la variedad de las formas de vida que lo habitan, conocidas y posibles. Su Palabra estalló en un gran número de seres creados, todos a su modo reflejos del ser y vida divina. En el curso de un largo proceso aparece un ser frágil, el ser humano –un ser dotado de conciencia, capaz de ser consciente de la semilla de vida que lleva en sí, consciente entonces de la imagen de Dios en él, un ser capaz de amor, de conocimiento, de esperanza, un ser capaz de adorar, en definitiva, a pesar de las secuelas del pecado original, como dicen los padres, un ser capax Dei, capaz de Dios.

En el camino de la humanidad, que comenzaba entonces, el largo proceso de maduración de la vida divina en la humanidad; ya en la plenitud de los tiempos, aparece un hombre, en el cual la Palabra de Dios se encarna en plenitud, porque ese es también Dios. Este hombre, llamado Jesús, nacido en un momento histórico y en un lugar determinado, en una familia concreta, en un país, en una cultura, y en un pueblo particular, asume todos nuestros límites, menos el pecado, antes de trascenderlos. Murió, pero el Padre lo resucitó de entre los muertos. Él mismo retoma la vida. Este hombre, en el cual reside la plenitud de la divinidad, trasciende ya, en su humanidad, el espacio y el tiempo. Está presente en todos los tiempos, en cada lugar, en cada uno de nosotros, y nos revela todas las posibilidades de nuestra existencia humana, porque, como también dice GS “Cristo es el hombre nuevo”.

Es por esto que la respuesta a la pregunta: “¿Quién es Jesús?” se vuelve la respuesta a la otra pregunta: “¿Qué es un ser humano?”, o más directamente: “¿Quién soy yo?” o ¿A qué estoy destinado en los designios de Dios?

Revelando quién es Él, Jesús revela quienes somos nosotros, o más bien, aquello a lo que estamos llamados. La fe en nosotros mismos –la fe en el valor que nosotros tenemos a los ojos de Dios, cualesquiera sean nuestras virtudes o pecados- es inseparable de nuestra fe en Jesús. Esta fe en nosotros mismos, en quienes somos a los ojos de Dios, es evidentemente otra cosa que una simple “fe en nosotros mismos” (autoestima) que nace frecuentemente de una falta de conocimiento de uno mismo. Debemos ser maduros en Cristo. Recordemos la carta a los Efesios (4, 14) llegar a la «medida de la plenitud de Cristo», a la que estamos llamados para ser realmente adultos en la fe. Sobre esta fe, la fe de Pedro, hoy nuestro Papa Francisco, está fundada la Iglesia.

Y para terminar no debemos olvidar que Jesús se revela más plenamente a sus discípulos en el Evangelio, en el momento en que les anuncia su pasión y su muerte. Nos revela así la exigencia de la aventura humana. Exigencia de renuncia, de muerte progresiva a todo cuanto nos tiene atados a todo lo que es limitado, exigencias de supresión de todas las barreras que nos tienen prisioneros. También de una manera de pensar, o también de una cierta imagen de Dios. ¡Cuántas ideologías, cuantas intransigencias que nos separan y destruyen! La acción social, de la Iglesia de los Estados, será plena y dará fruto si proviene y se alimenta de la fe. Sólo Cristo transforma al hombre.

Tu eres el mesías el Hijo de Dios, esa es la fe de Pedro, que no la tiene porque se la ganó o supo verla, sino porque: te lo reveló mi Padre, no la carne o la sangre. La fe es un don de Dios, pero en un recipiente frágil, la verdadera autoestima, la que da solidez no es el intento de apoyarnos en nosotros mismos, sino en Jesús, Él es el apoyo verdadero y aunque parezca contradictorio, este apoyo es firme porque se apoya en la cruz, en la entrega, en el don. No como el mundo que se autocomplace en las luces fatuas de las pretendidas conquistas y éxitos. Sobre la fe de Pedro se construye la Iglesia, una fe frágil, después Pedro, cuando Jesús anuncia su pasión, le dirá: no Señor tu no morirás y Jesús le dice ponte detrás de mi satanás, porque esos son los pensamientos del mundo no los de Dios. ¡Que gran esperanza, el cimiento de la Iglesia no es una fe intransigente, sino la fe de alguien frágil!, que aprende a poner su cimiento en el Señor, y en el Señor crucificado, fe que se abre a entender la renuncia y la entrega.

Estas exigencias no terminan en eso, sino que nos encaminan a la Resurrección. Por que el destino del hombre no es la esclavitud y el sufrimiento, sino la libertad y la vida que Dios Padre nos ofrece en Cristo. Que María santísima nos ayude a responder quién es Cristo, para saber quienes somos nosotros y vivir en consecuencia.

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