Homilía para la Fiesta del Bautismo de Jesús.
La liturgia romana conmemoraba el Bautismo de Cristo en el Jordán, el octavo día después de la Epifanía del Señor, es una festividad aparecida en Occidente en el siglo VIII. Esto sucede bajo la influencia de la liturgia bizantina por la cual, similarmente a las otras liturgias orientales, el recuerdo del misterio de Bautismo tenía una particular importancia. La fiesta que hoy celebramos del Bautismo del Señor fue instituida recién en el año 1955 y se celebraba el 13 de enero. En el nuevo calendario litúrgico, la fiesta se transfirió al domingo después de la Epifanía.
Cristo recibe el Bautismo en las aguas del Jordán de manos de Juan el Bautismo. La voz del Padre y la presencia del Espíritu Santo proclaman a Jesús como el Hijo predilecto de Dios y, al mismo tiempo, Siervo mandado para anunciar a los pobres la buena nueva de la salvación. Él no alzará la voz, sino que anunciará a todos la salvación, no romperá la caña quebrada, sino liberará a aquellos que permanecen en la esclavitud de las tinieblas. Cristo no tiene ningún pecado, pero no se separa de la humanidad que vive en el pecado: la humanidad corrompida junto con Él entra en las aguas del Jordán que preanuncian el agua que nos purificará de toda inmundicia, nos hará vivir la vida nueva y nos introducirá en el misterio de la muerte y de la resurrección de nuestro Salvador.
El misterio que hoy celebramos en la Iglesia nos pone delante el recuerdo de nuestro Bautismo por medio del cual fuimos purificados y somos espiritualmente renacidos, volviéndonos hijos de Dios. Vivamos como hijos de Dios y dejémonos transformar espiritualmente a imagen de Cristo.
Dice la liturgia Bizantina:
Hoy, nuestro Dios nos ha manifestado su indivisa natura en tres Personas;
El Padre da en efecto claro testimonio de su Hijo;
El Espíritu desciende del cielo en forma de paloma;
El Hijo inclinó la cabeza inmaculada delante del Precursor;
Y bautizado, saca al género humano de la esclavitud;
porque ama a los hombres. (Liturgia Bizantina, EE n. 3038 (Lezionario “I Padri vivi” 19)
De los cuatro Evangelistas, Lucas es siempre aquél que subraya más todo lo referente a la oración. En la narración del Bautismo de Jesús solamente él recuerda que en el momento en que Jesús oraba, después de ser bautizado por Juan, el cielo se abrió y el Espíritu Santo descendió sobre él, bajo la forma de paloma. Y a través de esta misma apertura en el cielo atraviesa la voz del Padre que decía: “Eres tu mi Hijo, en quien tengo puesta toda mi predilección”. Busquemos ver que nos enseña este texto sobre la oración.
La oración, sea una plegaria de adoración, de súplica o de acción de gracias, es una actividad que abre una fisura, digamos, en el velo que separa el mundo creado de su Creador, abre una brecha en el muro que separa el tiempo de la eternidad. Nosotros vivimos en el tiempo en el que existe una ayer, un hoy y un mañana. Dios vive en un eterno presente. A través de la oración que nos pone en comunión con Dios, nosotros penetramos, algo, en este eterno presente de Dios.
Esto es posible porque Él mismo hizo el camino inverso. El Hijo de Dios se hizo uno de nosotros. Él vino en el tiempo y en el espacio. Y cuando se puso a rezar, se descorrió el velo entre el tiempo y la eternidad, entre el espacio de los hombres y la omnipresencia de Dios, y la voz de Padre que desde toda la eternidad genera a su Hijo pudo decir, en el tiempo de nuestra historia: “hoy”, si “hoy Yo te he engendrado”.
Esta voz del Padre acompaña el descenso visible del Espíritu Santo sobre Jesús. Cuando nosotros nos recogemos en oración, esto es cuando nos abrimos al don de la oración, el cielo se abre y el Espíritu del Padre y de Jesús desciende sobre nosotros para orar en nosotros, volviéndonos capaces de decir “Abba, Padre”, y entonces cada vez la voz del Padre dice también sobre nosotros “tú eres mis hijo”. Nosotros nos volvemos hijos adoptivos en el hijo predilecto, el primogénito de una multitud de hermanos. Es el bautismo en el Espíritu, que anunciaba Juan Bautista, de fuego porque quema en nosotros todo lo que es extraño a esta comunión o obstaculiza la misma.
Podemos entonces comprender la enseñanza de los grandes teólogos de la época patrística y del Medioevo que veían en la liturgia de aquí abajo una participación en la liturgia celestial. Todos los beatos que han pasado de la vida presente a la vida eterna alaban incesantemente a Dios en su eterno hoy. Nuestras liturgias y nuestros oficios de aquí abajo, frecuentemente a pesar de su pobreza, y a pesar también de nuestras distracciones, provoca esta grieta hace entreabrir el cielo y nos permite por un instante entrar en este mismo hoy de Dios, en el que todo es presente. Entonces nuestra liturgia terrena se vuelve del todo contemporánea a la liturgia celestial. Estas ideas las hemos meditado en el adviento.
Tengamos muy presente que somos hijos en el Hijo, vivamos de las gracias que Dios nos ofrece, en los sacramentos, especialmente en la Misa, bien celebrada y participada, en la oración y en las obras de caridad. Que la liturgia nunca sea mero rito, sino lenguaje de este amor de Dios que nos salva. Si vivimos así nuestro ser hijos de Dios se realiza entonces hoy esto que Pablo escribe a su discípulo Tito: “Dios, nuestro Salvador, ha manifestado su bondad y su ternura por los hombre; Él nos ha salvado”.
Que María nuestra Madre nos enseñe con su paciencia e intercesión a ser hijos dilectos de Dios.
Publicar un comentario