(244) Enamorados de la Iglesia. En la Dedicación de la Basílica de Letrán



–Es verdad. Hoy celebramos la Dedicación de la Basílica de Letrán.


–El templo madre de todas las iglesias.



Cuatro Basílicas mayores tiene Roma, San Juan de Letrán, San Pedro del Vaticano, San Pablo Extramuros y Santa María la Mayor. Las cuatro tienen Puerta santa y Altar pontificio. Y la más antigua y venerable es la Basílica de San Juan de Letrán, construida por el emperador Constantino en la antigua sede de la noble familia patricia de los Lateranos, y consagrada por el Papa Silvestre en el año 324. Toda la Iglesia Católica celebra en la liturgia el día de su Dedicación el 9 de noviembre, reconociendo en ella la iglesia madre de todas las iglesias del mundo, omnium Urbis et Orbis ecclesiarum mater et caput, la Catedral del Obispo de Roma. Bendigamos al Señor.



Cinco de los Concilios Ecuménicos celebrados por la Iglesia Católica tuvieron su sede en la Basílica de Letrán: el Concilio I de Letrán (1123-1124), el II (1139), el III (1179), el IV (1215-1216) y el V (1512-1517).




El venerable templo Lateranense, como todas las iglesias católicas existentes en el mundo –también las más humildes capillas rurales, pero de un modo muy especial–, representa como signo sagrado visible el misterio de la Iglesia: el Cuerpo de Cristo, la Comunión de los santos en la tierra, el Sacramento universal de salvación, creado por Dios para su gloria y para la salvación de la humanidad. Y es al mismo tiempo el signo visible que anticipa aquella Casa celestial que, bajando del cielo adornada como una novia para su esposo, se manifestará a todas las naciones al final de los tiempos: «ésta es la morada de Dios entre los hombres, y morará con ellos, y ellos serán su pueblo, y el “Dios con ellos” será su Dios» (Ap 21,3).


Los santos son aquellos cristianos que todo lo ven por los ojos de Cristo, que ven las realidades de este mundo tal como son, es decir, no como las ven los hombres, sino como Dios las ve: ésa es la verdadera realidad de todo lo que está encuadrado en las coordenadas del tiempo y del espacio. Nadie como ellos ve las miserias y deficiencias de la Iglesia en este mundo pecador. Y nadie como ellos contempla con lucidez semejante la santidad, la grandeza de la Iglesia, Esposa de Cristo, su belleza, tan antigua y siempre tan joven, tan fecunda para engendrar por Cristo «hijos de Dios».


Santa Catalina de Siena puede servirnos de testigo perfecto de la verdad que acabo de decir.



Nadie como ella vió los pecados que afectaban a la Iglesia de su tiempo. En muchas de las páginas de su Diálogo y de sus Cartas describe estas miserias, muy especialmente las de Obispos y sacerdotes, que le duelen tanto, como grande es su amor por la Santa Esposa de Cristo. En una ocasión, por ejemplo, acompañada de su director espiritual, el Beato Raimundo de Capua, O.P., visita en Roma al Papa Gregorio XI (+1378), y según narra el Beato Raimundo, hagiógrafo de Catalina, «la santa virgen se lamentó de que en la Curia Romana, donde debería haber un paraíso de celestiales virtudes, se olía el hedor de los vicios del infierno. El Pontífice, al oirlo, me preguntó cuánto tiempo hacía que había llegado ella a la Curia. Y cuando supo que lo había hecho pocos días antes, respondió: “¿Cómo, en tan poco tiempo, has podido conocer las costumbres de la Curia Romana?” Entonces ella, cambiando súbitamente su disposición sumisa por una actitud mayestática, tal como lo vi con mis propios ojos, erguida, prorrumpió en estas palabras: “Por el honor de Dios Omnipotente me atrevo a decir que he sentido yo más el gran mal olor de los pecados que se cometen en la Curia Romana sin moverme de Siena, mi ciudad natal, del que sienten quienes los cometieron y los cometen todos los días". El Papa permaneció callado, y yo, consternado» (Legenda maior 152).


Pero nadie en su tiempo ama a la Iglesia de Cristo como Santa Catalina. En carta al Beato Raimundo (1-XII-1378), le describe los admirables secretos que el Señor le ha revelado una noche, el 1 de abril de ese año. Dios me «declaró parte por parte el misterio de la persecución que ahora sufre la santa Iglesia, la renovación y exaltación que han de venir con el tiempo». Le repitió lo que ya dijo en el Evangelio: «es preciso que haya escándalo en el mundo» (Mt 18,7). Pero «"el tiempo de esta persecución lo permito para desarraigar los cardos en mi Esposa, que está llena de zarzas… De modo que de la ofensa de los malos cristianos persiguiendo [con sus pecados] a la Esposa de Cristo procede la exaltación, luz y fragancia, de la virtud de la misma Esposa". Era esto tan dulce que parecía que la ofensa no tenía comparación posible con la inconmensurable bondad y benignidad de Dios que se manifestaba en su Esposa. Entonces me gozaba y alegraba yo y sentía tal seguridad sobre el futuro [de la Iglesia] que ya me parecía disfrutarlo y poseerlo».



También en nuestro tiempo ilumina el Señor la mente de sus fieles para que la misma luz que les hace ver los males e infidelidades que hay dentro de la Iglesia, les muestre la bondad, la belleza, la santidad, la fuerza santificante de la dulcísima Esposa de Cristo, nuestro Salvador.


Vemos, sí, los males de la Iglesia: la cobardía y el error que paraliza a tantos Pastores sagrados, la paganización de tantas familias cristianas, la secularización de tantos religiosos y religiosas, el silenciamiento del Evangelio en tantos misioneros, el alejamiento masivo de la Eucaristía de la mayoría de los bautizados, la mundanización en los fieles de tantos pensamientos y costumbres, la avaricia, el impudor, la lujuria, el aborto, la anticoncepción, la ceguera y corrupción de tantos políticos, el emporcamiento que ensucia y envilece las diversiones y los medios de comunicación… males todos de los que somos cómplices los cristianos, por acción o por omisión.


Pero vemos la Iglesia como el edificio más hermoso de cuantos se alzan sobre la tierra. Está todavía en construcción, y aunque a veces nos abruma las suciedades, los andamiajes y el desorden que hay en ella, la contemplamos en la fe como lo que realmente es: la Casa de Dios entre los hombres. La Iglesia ha sido, es y será siempre en el mundo «la columna y el fundamento de la verdad» (1Tim 3,15), sola muchas veces en la verdad, asediada por un mundo cautivo en las mentiras; el jardín precioso en donde crecen y siguen creciendo, en milagro permanente, personas santas, familias santas, frailes y monjas santos, misioneros santos, párrocos santos, que entregan su vida día a día en un trabajo pastoral que tantas veces es imposible sin «esperar contra toda esperanza» (Rm 4,18); el lugar donde cada día se celebra la Eucaristía, que al precio de la entrega de Cristo, de su cuerpo y de su sangre, sostiene al mundo pecador en la misericordia de Dios, impidiendo que se hunda totalmente en su propia miseria: «la maldad da muerte al malvado» (Salmo 33,22); la mayor fuerza benéfica que existe en favor de los más pobres y desgraciados; la Madre bondadosa que llama a conversión a los pecadores, que les comunica la gracia del Salvador para que puedan convertirse, y que los acoge en su seno con un gozo que es el eco de la inmensa alegría que hay en el cielo cuando un pecador se convierte.


La Iglesia es la plenitud de Cristo, el Cristo total: «ella es su Cuerpo, es la plenitud del que llena todo en todos» (Ef 1,23). Y los cristianos vivimos en ella y para ella: «para la edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al Hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud» (Ef 4,12-13).


Los católicos estamos enamorados de la Iglesia, la Esposa de Cristo, nuestra Madre y Maestra.


José María Iraburu, sacerdote





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