No es fácil para nuestra sensibilidad democrática celebrar la fiesta de Cristo Rey. Probablemente no ayude tampoco saber que nace en un tiempo donde la Iglesia estaba a la defensiva frente al mundo y la cultura que la rodeaban . Con todo, la solemnidad tiene muchos filones ricos para la reflexión. Es una celebración que recuerda la centralidad de Jesús en la vida de la Iglesia y del mundo: "todo fue hecho por él y para él". Y con una gran sabiduría, los textos bíblicos propuestos ayudan a meditar sobre cómo Jesús es Rey.
El Evangelio nos muestra el momento de máxima pobreza e impotencia de Jesús. Es la hora del poder de las tinieblas, como ha afirmado antes al comenzar la pasión. Las invectivas de los que están en torno a la cruz ponen en duda la realeza del Señor. Recuerdan las tentaciones del desierto: salvarse a sí mismo, poner el poder de Dios a su propio servicio.
Pero Jesús no entra en el juego de la tentación. En la cruz se estrellan todos los criterios de revancha, autoreferencia, egoísmo y violencia. El Reino del Padre que Jesús anuncia, presenta y encarna no puede construirse sobre ellos. "Salvarse a sí mismo" iría en contra de esta novedosa lógica, la lógica del Reino. La cruz es el gesto definitivo de fidelidad a este Reino y su proyecto. Es Jesús viviendo hasta las últimas consecuencias el amor que se derramó en cada gesto y palabra de su vida pública. Es la coronación del Rey, y la cruz es su trono, como dicen tantos autores. El Reino de Dios, el poder de su Reinado, no se apoya sino en la confianza y el amor vulnerable de Jesús. Él no salva imponiendo sino exponiéndose (B. G. Buelta).
Lo sorprendente es que es este acto y no otro, el que pone el mundo patas para arriba. El que transforma todo. Esta ofrenda de sí, este entregarse ha sido el que ha cambiado la realidad. Y no es un momento de la vida de Jesús, como si fuera una etapa a ser superada: el Cristo resucitado sigue siendo humilde y pobre. Muestra las llagas, transfiguradas por el soplo del Espíritu, pero que siguen estando allí. Las únicas joyas del Rey, si se me permite la alegoría (que en general no me gustan, pero quizás aquí se aplican). Es el Cordero de pie pero degollado. El que revela el sentido de la historia. El universo entero no está sostenido simplemente por las fuerzas de la naturaleza. Por debajo de todo hay un amor inocente que corre como un río escondido y nos sostiene.
Esta revelación de la realeza del Señor tiene profundas consecuencias para nuestra vida cristiana. Si cada discípulo de Jesús es rey por el bautismo, esto dice algo de la manera en que él o ella debe encarar su misión, su relación con sus hermanos y su mundo.
El Reinado de Dios se hace presente hoy de la misma manera que siempre. Hay una cierta manera de amar, una caridad "al estilo del Reino" que es nuestro modelo. Si bien obviamente el amor del cristiano reviste numerosas características, la fiesta de hoy nos invita a recordar especialmente el despojo de todo anhelo de poder, autoreferencialidad y dominio que muestra Jesús en el Evangelio. Pero no simplemente por convicción moral, porque es "lo que hay que hacer". Sino porque además esta es la manera de evangelizar. Es el único amor que transforma en serio, desde adentro.
Creo que puede ser un buen parámetro de revisión de nuestras relaciones. Tenemos tan metido adentro el deseo de dominar, de ganar, de imponernos... Jean Vanier, un profeta de la fragilidad lanzaba esa pregunta inquietante: "'¿Qué queremos, realmente? ¿Queremos ganar, o queremos entrar en comunión?". El amor del Reino, del Rey, elige la comunión. Esa manera de relacionarse que porque no se impone hace lugar para todos. Son los gestos que, como el de Jesús con el buen ladrón, abren el cielo una y otra vez. Esos que nuestra sociedad necesita, especialmente con nuestros hermanos excluidos.
Pienso en nuestra Iglesia, y en la necesidad urgente de seguir sacudiéndonos de encima tanta lógica de poder que rige más de una actitud y una estructura. "Entre ustedes no debe ser así", decía el Señor a los apóstoles. Creo que hoy hay pocos testimonios tan importantes como el que la Iglesia puede dar de cara a su manera de entender, presentar y vivir su relación con el poder y la autoridad.
Es en la Eucaristía, como siempre, donde se nos regala este amor que nos convierte y nos lleva por el camino del Reino. El Rey Cordero, el Crucificado y Resucitado, pone la mesa y se acerca para hacernos entrar en comunión con él y entre nosotros. En este gesto de servicio supremo, su Pascua renovada, se hace presente otro mundo, el definitivo, que se anticipa en cada celebración. Así, intuimos que las cosas pueden ser de otra manera. Pero sobre todo, renovamos nuestro entusiasmo en trabajar para que así sea. Para que nuestro mundo, nuestra tierra, nuestra Iglesia, sean más parecidas al Reino, más según el Evangelio... según el corazón de Jesús, nuestro Rey.
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