La humildad y la concordia forman un tándem de admirable eficacia, pues se produce una interacción mutua de la que siempre salimos enriquecidos. La relación cercana con el otro, además nos ayuda a conocernos a nosotros mismos. Una persona aislada puede hacer ejercicios de introspección, o incluso pensar que ama a los demás, pero es en el trato asiduo con los otros cuando sale a la luz lo que realmente somos: hijos, esposos, padres, amigos, hermanos.., mejores o peores. Nos reconocemos en los demás.
Esas relaciones constituyen la verdad de nuestra vida. La proximidad a los hermanos pone a prueba nuestra fraternidad de hecho. El encuentro con el necesitado pone a prueba nuestro presunto amor a los demás. En definitiva el amor madura con las relaciones interpersonales cotidianas y nos ayudan a ser más humildes, sabiéndonos “partes de un todo” que debe ser solidario, viendo en el otro, antes que un competidor, al hermano.
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