“Y le replicaron: “Pasa Jesús Nazareno” Entonces grito: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!” Los que iban delante le regañaban para que se callara, pero él gritaba más fuerte. “¡Hijo de David ten compasión de mí!” Jesús se paró y mandó que se lo trajeran. Cuando estuvo cerca, le preguntó: “¿Qué quieres que haga por ti?” El dijo: “Señor, que vea”.
(Lc 18,35-43)
Dicen que cuando la desgracia llega, llegan todas juntas.
El hombre era ciego, que ya es bastante desgracia.
Y además era pobre.
Cada día vivía de limosna.
Cada día vivía junto a los caminos.
Cada día vivía con la mano tendida.
Pendiente siempre de la generosidad de los que pasaban.
Es la suerte de lo pobres.
Depender siempre de los otros.
Y además depender de de las propias limitaciones.
La ceguera le hace depender de todos porque sus limitaciones son grandes.
Esta mañana había algo flotando en el ambiente.
Sintió curiosidad y rompiendo todas las normas, se decidió a preguntar: “¿qué era aquello?”
La noticia de que Jesús pasaba le estremeció.
Sintió como si algo nuevo comenzase a brotar.
Y acudió al único recurso que tienen los pobres: gritar.
Pero los gritos de los pobres, como los gritos de los ciegos, molestan.
Los que no tienen problemas, les duele poco hacer más pobres a los pobres.
Que no tienen nada y aún se les quiere quitar lo poco que tienen.
“Los que iban delante le regañaban para que se callara”.
Tan pobre que ni derecho tiene a gritar.
Pero la necesidad nos suele hacer más fuertes que tenerlo todo.
Por eso él “gritaba más fuerte”.
Siempre es más fácil hacer callar los gritos del necesitado, que solucionar sus problemas.
Siempre es más fácil ahogar los gritos del pobre, que responder a sus necesidades.
El grito, el llanto son el arma del pobre.
El grito del corazón del pobre llega al corazón de Dios.
Como dice el Salmo “a Ti clamé y me escuchaste”.
¿Gritaba de pobreza?
¿Gritaba de esperanza?
Al enterarse que era Jesús, el ciego mendigo, gritaba de esperanza.
No podía perder aquella oportunidad.
No podía dejar marchitarse aquella esperanza.
Jesús escuchó sus gritos.
Y Jesús no se molestó, ni le mandó callar.
Al contrario, Jesús mandó que lo trabajasen.
Jesús no tiene prisas mientras alguien le esté necesitando.
Se detiene y le devuelve la vista.
La pobreza molesta a quien no tiene interés en devolver a la vida al que está muriendo.
Los gritos de la pobreza molestan a quienes no tenemos problemas.
Los gritos del hambre molestan a los que siempre tenemos el estómago lleno.
Los gritos del ciego molestan a los que tenemos buena vista.
Los gritos del sufrimiento solo molestan a los que lo pasan siempre cañón.
Y todavía reclamamos la tranquilidad de la vida y que nadie nos moleste.
Como si tuviésemos derecho a que los necesitados renuncien a lo único de que disponen para que no molesten nuestra tranquilidad.
Solo el pobre sabe lo que duele la pobreza.
Solo el ciego sabe lo que es no poder ver.
Por eso no podemos negarnos a los gritos del que no ve.
Por eso no podemos ser insensibles a la oscuridad del que no ve.
Nuestro problema ¿no será nuestra falta de sensibilidad?
Nuestro problema ¿no será que estamos demasiado acostumbrados a pasar de largo sin prestar atención a los que viven encerrados en sus oscuridades?
Señor, que yo pueda ver.
Señor, que yo pueda ayudar a ver al que está ciego.
Señor, que el grito de los que no ven mueva mi corazón.
Señor, que mi atención para con los necesitados sea más importante que mis prisas y sepa detenerme para escucharles.
Clemente Sobrado C. P.
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