–Ahora va a resultar que lo que dicen y cuentan los Evangelios de verdad es verdad.
–Eso es lo que la Iglesia siempre ha creído y sigue creyendo.
–La Sagrada Escritura es la primera en afirmar la veracidad y la historicidad auténtica de sí misma. Ella canta siempre la majestad y la belleza de la Palabra divina escrita, y a veces antes predicada: «Oráculo. Palabra del Señor para Israel. Oráculo del Señor que desplegó el cielo, cimentó la tierra y formó el espíritu del hombre dentro de él» (Zac 12,1). El judío piadoso reconoce en los Libros sagrados su luz, su roca, su fuerza, su camino:
Continuamente en la Biblia se refleja esta veneración suprema por los textos de la Escritura: «las palabras del Señor son palabras auténticas, como plata limpia de ganga, refinada siete veces» (Sal 11,7). El Salmo 118, el más largo del Salterio, alaba en todos sus versículos al Señor por el don inefable de su palabra y de sus mandatos: «me consumo ansiando tu salvación, y espero en tu Palabra… Tu Palabra, Señor, es eterna, más estable que el cielo… Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero… El compendio de tu palabra es la verdad, y tus justos juicios son eternos».
La misma devoción a la Escritura se da entre los cristianos. El Maestro les ha asegurado: «las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida» (Jn 6,63). «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mt 24,35). Y los fieles responden: «tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68). El hombre adámico, sin la luz de la fe, permanece «en tinieblas y sombras de muerte» (Lc 1,79); pero Cristo, «luz del mundo», por obra del Espíritu Santo y por la predicación de los Apóstoles es encendido en la llama de la luz verdadera: «en medio de esta generación perversa y adúltera, aparecéis vosotros como antorchas en el mundo, que llevan en alto la Palabra de la vida» (Flp 2,15-16).
Los Apóstoles y evangelistas tienen conciencia de que su predicación y sus escritos son sagrados, inmutables como lo es Dios, porque son Palabra divina: «Si alguno os predica otro evangelio distinto del que habéis recibido, sea anatema» (Gál 1,9). «Yo [Juan] atestiguo a todo el que escucha mis palabras de la profecía de este libro que, si alguno añade a estas cosas, Dios añadirá sobre él las plagas escritas en este libro. Y si alguno quita de las palabras del libro de esta profecía, quitará Dios su parte del árbol de la vida y de la ciudad santa, que están escritas en este libro» (Ap 22,18-19).
–La Liturgia cristiana venera la Palabra divina, y de ella vive. En las celebraciones solemnes de la Eucaristía, el ambón (Cristo-palabra) y el altar (Cristo-pan de vida) reciben signos semejantes de honor y devoción: luces, inclinaciones, incienso, flores, cantos. El Señor, desde el Padre, nos vivifica y nos comunica su Espíritu tanto «hablándonos» como entregándose a nosotros como «pan vivo bajado del cielo»; que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» ( )… No digo más sobre el tema, porque hace no mucho lo dije en mi artículo La Liturgia católica de la Palabra, luz y vida. (( http://infocatolica.com/blog/reforma.php/1201121057-lp-class-normal11-11-5-gla-li )).
«La Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues sobre todo en la sagrada Liturgia, nunca ha cesado de tomar y repartir a los fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la palabra de Dios y del cuerpo de Cristo» (Vat. II, Dei Verbum 21). Los Evangeliarios han sido siempre, en el culto y en el uso de los fieles que alcanzaban a tenerlos, libros sumamente preciosos, expresando así en su belleza que todas sus páginas son sagradas: son «Palabra de Dios». Y la Liturgia siempre ha sido consciente de que «el justo vive de la fe» (Rm 1,17); «la fe es por la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo» (10,17). «Palabra del Señor».
Los Padres antiguos veneraban las Sagradas Escrituras, con certeza total de su verdad, porque en sus textos escuchaban y leían al mismo Dios. Cualquiera que conozca un poco la literatura patrística advierte en seguida que sus textos suelen abundar continuamente en citas bíblicas, entrelazando unas con otras, de tal modo que en cualquier página de los Padres hallamos una o dos docenas de frases de la sagrada Escritura. De tal modo vivían de ella, que la llevaban en el corazón, y se comprueba en sus escritos que «de la abundancia del corazón habla la boca» (Lc 6,45). Por no alargarme, citaré sólo dos testimonios.
Orígenes: «Los evangelistas ni mienten ni incurren en error» (In Jn. 6,34). San Jerónimo: «“Estudiad las Escrituras”… Cristo es el poder de Dios y la sabiduría de Dios, y el que no conoce las Escrituras no conoce el poder de Dios ni su sabiduría; de ahí se sigue que ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo» (Com. a Isaías 1,2).
–El arrasamiento modernista de la Sagrada Escritura nos recuerda el salmo de la Viña devastada. «Sacaste una vid de Egipto, expulsaste a los gentiles, y la trasplantaste». Disipaste, Señor, las tinieblas de las naciones, iluminándolas con la luz del Evangelio, y plantando la Vid de la Iglesia. Y ahora… «¿por qué has derribado su cerca para que la saqueen los viandantes, la pisoteen los jabalíes y se la coman las alimañas?» (Sal 79). La profanación de las Escrituras, especialmente del Evangelio, realizada por la exégesis protestante liberal y por el modernismo católico, puede considerarse como el mayor mal sufrido por la Iglesia en su historia, pues esa falsificación total del Evangelio es «el conjunto de todas las herejías», y ha logrado difundirse entre muchos católicos como si fuera una versión científica y moderna de la verdad auténtica de Cristo. Protestantes liberales y modernistas pueden ser considerados como una manada que invade un jardín precioso, pisoteando, devastando y ensuciando todo. «Estáis muy equivocados» (Mc 12,27). «Estáis equivocados, porque no entendéis las Escrituras ni el poder de Dios» (Mt 22,29). Mienten en todo lo que dicen. Y la resistencia que hallan hoy en la Iglesia es muy débil. Pueden difundir impunemente desde sus católicas cátedras y sus católicas librerías errores enormes:
Jesús, probablemente, nació de José y de María. Siendo un «buscador» de Dios, su encuentro con el Bautista cambió radicalmente su vida. Él nunca pensó en fundar una Iglesia distinta de Israel, y menos como una institución jerarquizada. Los Evangelios fueron escritos muy posteriormente a los hechos que narran. Por eso sus relatos, las palabras y las acciones que atribuyen a Jesús, no tienen valor histórico, sino que expresan la fe de las comunidades cristianas primeras. Los milagros de Jesús, sus grande signos, por ejemplo, la multiplicación de los panes, la sanación del ciego de nacimiento, la resurrección de Lázaro, la tempestad calmada, no son propiamente acontecimientos reales, sino relatos simbólicos que la comunidad cristiana empleaba para expresar su fe en la grandeza de Cristo, en su fuerza benéfica y en su dominio sobre el mal. El Jesús histórico no tenía conciencia de su mesianidad, ni se presentó como Dios, ni preconocía su muerte, ni la entendía como un sacrificio expiatorio en el que se cumplían las antiguas profecías. Tampoco pretendía la glorificación de Dios en el mundo, sino acrecentar en éste la justicia, el amor y la felicidad. Hay, pues, numerosas y grandes diferencias entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe de la Iglesia. Todo el ciclo evangélico de la infancia de Jesús, en Mateo y Lucas, carece de fiabilidad histórica. Y lo mismo ha de decirse de los relatos en que se dan detalles de la última Cena, de la Pasión en el Calvario, de la Resurrección y de las apariciones de Jesús resucitado a sus discípulos: todos carecen de historicidad. La escena de la Asunción del Señor a los cielos, concretamente, es una invención del evangelista Lucas. Pero todo esto no debe alarmarnos, pues, como escribe un exegeta católico, al leer el Evangelio, «quedarse en la materialidad del hecho es empobrecer radicalmente la significación del mismo». (Nota.–¿Sabría alguno explicarme qué significación puede tener un hecho no acontecido realmente?).
Todo este cúmulo de herejías ha ido infectando en mayor o menor medida la mentalidad de no pocas Iglesias locales católicas, causando la apostasía más brusca y amplia de la historia de la Iglesia. Esas herejías, primeramente formuladas en círculos intelectuales mínimos, ya en esas Iglesias se han generalizado en Seminarios, Facultades, Noviciados, parroquias, catequesis, publicaciones, librerías y revistas católicas. La negación de la verdad del Evangelio, iniciada en la Ilustración del siglo XVIII y desarrollada por minorías intelectuales del protestantismo liberal y del modernismo católico en el XIX –como ya describimos en artículos anteriores (239), (243) y (245)–, ha logrado afectar a una buena parte del pueblo cristiano. Creo que puede decirse, si vale la expresión, que está de moda entre muchos católicos no creer en los Evangelios. El feligrés que un domingo acude a una Misa parroquial tiene muchas posibilidades de escuchar cómo el sacerdote, aunque sea lerdo y no erudito, niega en la homilía la realidad histórica de lo que él mismo «proclama» leyendo el Evangelio.
–El Magisterio apostólico, por el contrario, ha reafirmado con frecuencia la veracidad e historicidad de los Evangelios, partiendo siempre de que es Dios el Autor principal de todas las sagradas Escrituras. Y ha reprobado la doctrina de quienes, ya desde los comienzos del siglo XIX, niegan o ponen en duda esa veracidad histórica.
–León XIII, en la Providentissimus Deus (1893) afirma que siendo todos los libros sagrados íntegramente inspirados por el Espíritu Santo, están exentos de error, pues «es necesario que Dios, Verdad suma, no sea autor de ningún error» (45). Si es que lo hubiera, «Él no sería el autor de toda la Sagrada Escritura» (46).
«Todos los Padres y Doctores estaban persuadidos de que las divinas Letras, tales cuales salieron de manos de los hagiógrafos, eran inmunes de todo error… [y eran] unánimes en afirmar que dichos libros, en su totalidad y cada una de sus partes, procedía por igual de la inspiración divina, y que el mismo Dios, hablando por los autores sagrados, nada podía decir ajeno a la verdad» (48). Pío XII, en la Divina afflante Spiritu (1943), cita y asume esta misma doctrina (1-3).
–San Pío X, en la encíclica Pascendi (1907), explica por qué y cómo el modernismo, partiendo de gravísimos errores filosóficos, rechaza la historicidad de los Evangelios.
En la exégesis de la Escritura «entra en escena el filósofo, y manda al historiador que ordene sus estudios conforme a lo que prescriben los preceptos y leyes de la evolución» (30). Así pues, «está claro cuál es el método de los modernistas en la cuestión histórica. Precede el filósofo; sigue el historiador; luego ya vienen la crítica interna y la crítica textual… Es evidente que semejante crítica no es una crítica cualquiera, sino que con razón se la llama agnósticia, inmanentista, evolucionista; de donde se deduce que el que la profesa y usa [en la exégesis de las Escrituras], profesa los errores implícitos en ella, y contradice la doctrina católica» (32). El conocimiento, dicen, no va más allá de los fenómenos, pues no alcanza la realidad, si ésta existe; no puede aceptar tampoco luces externas que no sean inmanentes al propio conocimiento humano; y por otra parte, al aplicar estos principios a la Escritura, «es necesario admitir la evolución vital de los Libros Sagrados, que nace del desenvolvimiento [evolutivo] de la fe y es siempre paralela a ella» (31).
–Pablo VI afirma con gran fuerza La verdad histórica de los Evangelios en la Instrucción de la Pontificia Comisión Bíblica De historica evangeliorum veritate (21-IV-1964), por él impulsada y ratificada.(( http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/pcb_documents/rc_con_cfaith_doc_19640421_verita-vangeli_it.html )) Y reafirma esta fe católica en un tiempo difícil de la Iglesia, en el que el modernismo va levantando de nuevo la cabeza en graves cuestiones, concretamente en la exégesis bíblica. Como se dice al comienzo de la Instrucción, «se van difundiendo muchos escritos en los que se pone en duda la verdad de los dichos y hechos contenidos en los Evangelios. Por esta causa, la Pontificia comisión para los estudios bíblicos, cumpliendo la tarea que el Sumo Pontífice le confía, ha estimado conveniente exponer e inculcar lo que sigue».
La Instrucción (abril 1964) se publica en un momento extremadamente conflictivo del Vaticano II, cuando la discusión del esquema sobre la Biblia, el segundo de los temas tratados en el Concilio, parece estar en un callejón sin salida. El esquema ha sido distribuido en julio de 1962, y tanto en las discusiones conciliares de noviembre como en su votación final exploratoria (1.368 en contra, 822 favorables) se pone de manifiesto el contraste de dos tendencias difícilmente armonizables. Juan XXIII, aunque el rechazo no alcanza los dos tercios reglamentarios, retira el esquema, y encarga a una Comisión presidida por los Cardenales Ottaviani y Bea la reelaboración del texto, que es distribuido en abril de1963. Miles de observaciones escritas aconsejan una nueva reelaboración del esquema, que finalmente Pablo VI envía a los Padres conciliares en julio de 1964.
Es evidente, pues, conociendo la circunstancia, que la Instrucción de Pablo VI, De historica evangeliorum veritate (abril 1964), fue para algunos una intromisión intolerable del Papa en el Concilio, para inclinar decisivamente la balanza en el sentido ortodoxo. Y efectivamente, gracias a Dios, consiguió que la Constitución dogmática Dei Verbum mantuviera las grandes verdades de la fe en la Sagrada Escritura. Se logra así finalmente, por obra del Espíritu Santo, el acuerdo común de los Padres, que parecía imposible, cuando en noviembre se celebra su debate en el Concilio: 2.344 votos favorables y 6 en contra). (Nota.–La memoria de Pablo VI debe ser honrada por los siglos, aunque sólo sea por su intervención en la Lumen gentium sobre la colegialidad episcopal; su defensa de los Evangelios, De historica evangeliorum veritate –que será seguida por la Dei Verbum–; su reafirmación de la verdad del matrimonio, Humanae vitæ; de la Eucaristía, Mysterium fidei; del celibato en la Iglesia latina, Sacerdotalis coelibatus).
Esta Instrucción de la PCB (1964), después de señalar que son muchos los errores difundidos en el campo de la exégesis, recuerda en el número (1) al exegeta católico su deber de sujetarse a «la guía del Magisterio eclesiástico, y de aprovechar los resultados obtenidos por los exegetas católicos precedentes, especialmente por los santos Padres y doctores de la Iglesia. Vuelve a autorizar los métodos modernos, que se unen a los tradicionales para el mejor conocimiento de la Palabra divina escrita; concretamente «el método de la historia de las formas». Si bien, en este último, habrá de proceder «con cautela, porque frecuentemente dicho método está unido a principios filosóficos y teológicos inadmisibles, que vician no raramente sea el mismo método, sea las conclusiones en materia literaria». Describe las desviaciones racionalistas de aquellos estudios bíblicos, que niegan la historicida de los textos sagrados y cierran la exégesis a todo lo sobrenatural, concretamente a las profecías y milagros, conduciendo así a una fe falsificada. Señala también que esas erróneas exégesis «dan poca importancia a la autoridad de los apóstoles en cuanto testigos de Jesucristo, y también a la autoridad de su oficio e influjo en la comunidad primitiva, y exageran el poder creativo de dicha comunidad». Sigue a estas advertencias negativas una clara afirmación positiva de la veracidad histórica del Evangelio, que se desarrolló «en tres estadios» (2). Resumo el texto, y subrayo algunas palabras.
[1] –«Cristo Señor elige a sus discípulos, que le siguieron desde el principio (Lc 1,2; Hch 1,21-22), vieron sus obras, oyeron sus palabras, y así llegaron a estar en situación de ser testigos de su vida y de su enseñanza (Lc 24,48; Jn 15,27; Hch 1,8; 10,39; 13,31). El Señor, al exponer verbalmente su enseñanza, seguía las formas de pensamiento y expresión entonces usuales, adaptándose así a la mentalidad de los oyentes, y procurando también que cuanto él enseñaba se imprimiera firmemente en su mente y pudiese ser recordado con facilidad por los discípulos. Éstos entendieron bien los milagros y los otros sucesos de la vida de Jesús como realizados y dispuestos con el fin de mover a la fe en Cristo, y para hacerles abrazar con la fe el mensaje de la salvación.
[2] –«Los apóstoles anunciaron ante todo la muerte y la resurrección del Señor, dando testimonio de Jesús (Lc 24,44-48; Hch 2,32; 3,15; 5,30-32), y referían de él con fidelidad episodios de su vida y sus palabras (Hch 10,36-41). Después que Jesús resucitó de entre los muertos y de que su divinidad se manifestó de modo claro (Hch 2,36; Jn 20,28), la fe no sólo no les hizo olvidar la memoria de los acontecimientos, sino que la confirmó, puesto que su fe se fundaba en aquello que Jesús había hecho y enseñado (Hch 2,22; 10,37-39). A causa del culto, con el que después los discípulos honraban a Jesús como Señor e Hijo de Dios, no se verificó una transformación de él en una persona “mítica”, ni se produjo una deformación de su enseñanza. Es innegable, pues, que los apóstoles comunicaron a sus oyentes todo cuanto Jesús realmente había dicho y obrado con aquella inteligencia plena de la que gozaban ahora (Jn 2,22; 12,16; 11,51-52; 14,26; 16,12-13; 7,39), después de los gloriosos sucesos de Cristo y de la iluminación del Espíritu de la verdad.
«Y así como Jesús mismo después de su resurrección “les interpretó” (Lc 24,27) las palabras del A.T. y las suyas propias (Lc 24,44-45; Hch 1,3), así también ellos explicaron sus hechos y palabras según las exigencias del auditorio. “Constantes en el ministerio de la palabra” (Hch 6,4), predicaron empleando modos de expresión adaptados a su finalidad específica y a la mentalidad de sus oyentes, ya que habían de dirigirse «a griegos y a bárbaros, a sabios y a ignorantes” (Rm 1,14). Y en su predicación al anunciar a Cristo, emplearon modos diversos: catequesis, narraciones, testimonios, himnos, doxologías, oraciones y otras formas literarias semejantes, que aparecen en las Sagradas Escrituras y estaban en uso entre los hombres de su tiempo.
[3] –«Esta instrucción primitiva, hecha al principio oralmente, y después por escrito –pues de hecho, pronto fueron muchos los que procuraron “ordenar la narración de los hechos” (Lc 1,1) referentes al Señor Jesús–, fue consignada por los autores sagrados, con el método que correspondía al fin que cada uno se proponía, en los cuatro evangelios para el bien de la Iglesia… Entre todo el material de que disponían, los hagiógrafos eligieron concretamente aquello que se adaptaba más a las condiciones diferentes de los fieles y al fin que se proponían… Dependiendo el sentido de un enunciado del contexto, cuando los evangelistas refieren los dichos y los hechos del Salvador, presentan contextos diversos, mirando siempre la utilidad de los lectores. Por eso el exegeta investiga cuál era la intención del evangelista [la intención redaccional] al exponer un dicho o un hecho de un cierto modo o en un cierto contexto». En todo caso, es preciso que los exegetas «no olviden que los apóstoles predicaron la Buena Noticia llenos del Espíritu Santo, y que los evangelios fueron escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, que preservaba a los autores de todo error».
De la Instrucción presente quiero destacar algunas enseñanzas doctrinales de especial importancia, que pasaron directamente a la Dei Verbum. Y recordemos que los documentos de la Comisión Bíblica todavía en 1964 tenían valor magisterial. 1.–Se están difundiendo muchos errores en el campo de la exégesis. 2.–El exegeta católica debe en su labor aceptar la guía de los Padres, doctores de la Iglesia y del Magisterio apostólico. 3.––La historia de las formas es un método válido, pero exige cautela en su aplicación, pues frecuentemente está unido a principios filosóficos y teológicos inadmisibles. 4.–Los Evangelios están escritos por «hombres elegidos» por Dios para que sean testigos fide-dignos de los hechos y dichos de Jesús, no por las comunidades cristianas posteriores. 5.–Los milagros fueron realizados por Cristo para suscitar y confirma la fe de los discípulos. 6.–La fe y la experiencia del culto no disminuye en los hagiógrafos de ningún modo la capacidad de dar en los Evangelios, con absoluta veracidad e historicidad, la verdad de lo que ellos vieron y oyeron de Jesús, sino que contribuyen a iluminar más su sentido. 7.–La predicación oral comenzó a hacerse escrita «pronto» (mox, subito) (cf. Lc 1,1), no a los cuarenta, cincuenta o más años de la vida pública de Jesús.
–La Constitución dogmática Dei Verbum del sagrado Concilio Ecuménico Vaticano II (18-XI-1965), teniendo sin duda muy en cuenta la Instrucción aludida, afirmó con toda claridad la veracidad y la historicidad de los cuatro Evangelios, tanto en las palabras dichas por Jesús como en los hechos, a veces milagrosos, que realizó en su vida. Los Apóstoles y evangelistas fueron en sus escritos testigos fidelísimos que, asistidos infaliblemente por el Espíritu Santo, transmitieron para todos los siglos la vida, las palabras, los hechos, la muerte y la resurrección de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.
«Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de sus facultades y talentos», para escribir los Evangelios; «de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería. Como todo lo que afirman los hagiógrafos, o autores inspirados, lo afirma el Espíritu Santo, se sigue que los Libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra» (Dei Verbum 11).
De esa fe procede que «la santa madre Iglesia ha mantenido y mantiene con firmeza y máxima constancia que los cuatro Evangelios, cuya historicidad afirma sin dudar, narran fielmente lo que Jesús, el Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y enseñó realmente hasta el día de la ascensión (Hch 1,1-2)». Por tanto, «los autores sagrados que compusieron los cuatro Evangelios… nos transmitieron datos auténticos y genuinos acerca de Jesús. Sacándolo de su memoria o del testimonio de los que “asistieron desde el principio y fueron ministros de la palabra”, lo escribieron para que conozcamos la “verdad” de lo que nos enseñaban (Lc 1,2-4)» (19).
Doctrinas tan claras del Concilio Vaticano II hacían esperar una reafirmación de la ortodoxia en el campo de la exégesis católica; pero, por el contrario, la exégesis modernista resurgió con fuerza poco tiempo después, logrando en los años siguientes una difusión y una preeminencia abrumadoras en las Iglesias locales de Occidente más ilustradas. Ése será, Dios mediante, el tema del próximo artículo.
José María Iraburu, sacerdote
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