28 de noviembre.

1. (Año I) Daniel 6,11-27


a) Otra famosa página: Daniel en el foso de los leones. Con una clara intención edificante: los que permanecen fieles a la ley de Dios, a pesar de las persecuciones y tentaciones del mundo, nunca quedan abandonados.


Esta vez la piedra de toque no es comer o no ciertos alimentos, sino la prohibición de arar al Dios de los judíos: “Daniel no te obedece a ti, majestad, sino que tres veces al día hace oración a su Dios”.


El episodio, escrito para animar a los judíos de la época de Antíoco Epífanes, se ve en seguida que es una especie de apólogo o parábola, porque es impensable que, precisamente de boca del rey pagano puedan salir estas palabras: “que en mi imperio, todos respeten y teman al Dios de Daniel, el Dios vivo… él salva y libra y hace prodigios y signos en cielo y tierra”.


b) Que sea o no histórico, no importa gran cosa. Como no son históricas las parábolas de Jesús. Lo que interesa es que los lectores del libro se sientan animados a perseverar en su identidad de creyentes en medio de las circunstancias más adversas.


Aunque no seamos arrojados al foso de unos leones, también nosotros muchas veces nos encontramos rodeados de fuerzas opuestas al evangelio de Cristo. Con nuestras propias fuerzas no podríamos vencer, pero la lección del libro de Daniel es que Dios protege a sus fieles, que les da fuerza para resistir y que vale la pena mantener la fe, porque es el único camino para la felicidad verdadera. “No nos dejes caer en tentación. Líbranos del mal”.


Es una lección para tiempos difíciles. ¿Y cuáles no lo son? Si Antíoco, en tiempos de los Macabeos, obligaba a los judíos a sacrificar en honor del dios Zeus, hoy el mundo nos invita a levantar altares y a ofrecer nuestras libaciones a mil dioses falsos, que nos prometen felicidad y salvación: egoísmo, placer, violencia, dinero, éxito social, poder…


Ojalá hagamos como Daniel, que “tres veces al día hacía oración a su Dios”. Rezar en medio de un mundo pagano es la clave para que podamos mantener nuestra identidad.


1. (Año II) Apocalipsis 18,1-2.21-23;19,1-3.9


a) La grandiosa escena de hoy resume toda la lucha entre el bien y el mal, entre Cristo y la Bestia.


Describe la ruina de Babilonia, o sea, Roma, a la que llama “la gran prostituta”, porque ha embaucado con sus brujerías a todas las naciones y las ha hecho apostatar. La imagen de una gran piedra que es lanzada al fondo del mar es muy expresiva para describir la destrucción de la Bestia. En su territorio ya no habrá música ni fiesta ni luz de lámparas ni voz de novio o de novia. El silencio. La oscuridad. La ruina. La muerte.


Por el otro lado, la victoria. Con vocerío de una gran muchedumbre que canta himnos y aleluyas que también nosotros cantamos en Vísperas. Mientras el humo del incendio en que ha ardido el mal sube desde el silencio del oscuro abismo hasta el cielo, los salvados no cesan en sus cantos de alegría en la luz de Cristo.


b) Es la clave para interpretar la historia desde Dios: “derriba a los poderosos, enaltece a los humildes”, como dijo María en su Magníficat.


El Apocalipsis no es un libro dulce, sino guerrero y valiente, que nos da ánimos en la lucha y nos hace mirar hacia el futuro confiados en el triunfo de Cristo y los suyos. La “ciudad orgullosa”, las fuerzas del mal, caen al fondo del mar como el gran pedrusco y desaparecen. La comunidad del Cordero, los que no han apostatado ni se han dejado manchar por la corrupción, siguen en pie y no dejan de cantar.


Cuando entonamos Aleluyas a Dios y a Cristo, no lo hacemos con orgullo, ni satisfechos de nuestros méritos, ni vengándonos de los enemigos de Cristo, sino humildemente, y con el deseo de que esta salvación sea universal, que nadie sea tan insensato de quedar fuera de este cortejo que, en el día del juicio, pasarán a gozar para siempre de la vida de Dios.


Los entonamos, eso sí, con alegría agradecida, con la cabeza erguida, con las arpas en la mano y cantando “a pleno pulmón”, como el ángel de la escena de hoy.


Cada vez que participamos en la Eucaristía, somos invitados a la comunión con las palabras que aquí dice el ángel: “dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero”.


Eso es lo que dice la frase del Misal en latín, aunque nosotros la hayamos traducido a un nivel más sencillo y pobre: “la cena del Señor”, o simplemente “la mesa del Señor”. No se nos llama felices sólo por ser invitados a esta Eucaristía, sino porque esta Eucaristía es la garantía y la pregustación de un banquete más definitivo al que también estamos invitados: el banquete de bodas del Cordero, Cristo Jesús, con su Esposa, la Iglesia, en el cielo.


Es lo que el salmo nos ha hecho repetir, intercalando esta bienaventuranza, “dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero”, entre las estrofas del salmo: “aclama al Señor, tierra entera, servid al Señor con alegría, entrad en su presencia con vítores”.


2. Lucas 21,20-28


a) Es la tercera vez que Jesús anuncia, con pena, la destrucción de Jerusalén: “serán días de venganza… habrá angustia tremenda, caerán a filo de espada, los llevarán cautivos a todas las naciones: Jerusalén será pisoteada por los gentiles”.


También aquí Lucas mezcla dos planos: éste de la caída de Jerusalén -que probablemente ya había sucedido cuando él escribe- y la del final del mundo, la segunda venida de Cristo, precedida de signos en el sol y las estrellas y el estruendo del mar y el miedo y la ansiedad “ante lo que se le viene encima al mundo”.


Pero la perspectiva es optimista: “entonces verán al Hijo del Hombre venir con gran poder y gloria”. El anuncio no quiere entristecer, sino animar: “cuando suceda todo esto, levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación”.


b) Las imágenes se suceden una tras otra para describirnos la seriedad de los tiempos futuros: la mujer encinta, la angustia ante los fenómenos cósmicos, la muerte a manos de los invasores, la ciudad pisoteada. Esta clase de lenguaje apocalíptico no nos da muchas claves para saber adivinar la correspondencia de cada detalle.


Pero por encima de todo, está claro que también nosotros somos invitados a tener confianza en la victoria de Cristo Jesús: el Hijo del Hombre viene con poder y gloria. Viene a salvar. Debemos “alzar la cabeza y levantarnos”, porque “se acerca nuestra liberación”.


Sea en el momento de nuestra muerte, que no es final, sino comienzo de una nueva manera de existir, mucho más plena. Sea en el momento del final de la historia, venga cuando venga (mil años son como un día a los ojos de Dios). Entonces la venida de Cristo no será en humildad y pobreza, como en Belén, sino en gloria y majestad.


Levantaos, alzad la cabeza. Nuestra espera es dinámica, activa, comprometida.


Tenemos mucho que trabajar para bien de la humanidad, llevando a cabo la misión que iniciara Cristo y que luego nos encomendó a nosotros. Pero nos viene bien pensar que la meta es la vida, la victoria final, junto al Hijo del Hombre: él ya atravesó en su Pascua la frontera de la muerte e inauguró para sí y para nosotros la nueva existencia, los cielos nuevos y la tierra nueva.


“Daniel tres veces al día hace oración a su Dios” (1ª lectura I)


“Levantaos, alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación” (evangelio)




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