(246) Notas bíblicas –5. Dios, autor de la Escritura, inspira a los hagiógrafos



–O sea que el copy rigth es del Señor.


–Bueno, es una manera modelna de decirlo.



–La Constitución dogmática Dei Verbum del Concilio Vaticano II afirma que «las verdades reveladas por Dios, que se contienen y manifiestan en la Sagrada Escritura, se consignaron por inspiración del Espíritu Santo. La santa Madre Iglesia, según la fe apostólica, tiene por santos y canónicos los libros enteros del Antiguo y Nuevo Testamento con todas sus partes, porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor y como tales se le han entregado a la misma Iglesia. Pero en la redacción de los libros sagrados, Dios eligió a hombres, que utilizó usando de sus propias facultades y medios, de forma que obrando El en ellos y por ellos, escribieron, como verdaderos autores, todo y sólo lo que El quería» (11).



Y concretando más: «la Iglesia siempre y en todas partes ha defendido y defiende que los cuatro Evangelios tienen origen apostólico. Pues lo que los Apóstoles predicaron por mandato de Jesucristo, después, bajo la inspiración del Espíritu Santo, ellos mismos y otros varones apostólicos [los evangelistas] nos lo transmitieron por escrito, como fundamento de la fe, es decir, el Evangelio en sus cuatro redacciones, según Mateo, Marcos, Lucas y Juan» (18). Qué bueno sería que todos los escrituristas católicas creyeran en estas declaraciones del Vaticano II. Pero vamos por partes.



Dios «habló por los profetas», y así lo confesamos en el Credo. En efecto, los judíos veneran las Escrituras, y las tienen por sagradas. El profeta es consciente de que Dios habla por él: «vino sobre mí la palabra de Yahvé, diciéndome» (Jer 1,11 et passim). Y el pueblo entiende que es el mismo Dios, «oráculo de Yahvé», quien les habla por medio de hombres elegidos: «¿Quién como nosotros ha oído la voz del Dios vivo?» (Dt 4,8).



Dice el rey David: «el espíritu de Yahavé habla por mí, y su palabra está en mis labios» (2Sam 23,2); y el mismo Jesucristo lo confirma: «David, inspirado por el Espíritu Santo, dijo» (Mc 12,36). Y Yahvé asegura a Isaías: «el espíritu mío está sobre ti; y las palabras que yo pongo en tu boca no faltarán de ella [Sión] jamás» (Is 59,21). «Baruc escribió en un volumen, dictándole Jeremías, todas las palabras que Yahvé le había dicho» (Jer 36,4). El cumplimiento histórico confirmará que realmente es Dios quien habla por el profeta: «Jeremías, yo velaré sobre mis palabras para cumplirlas» (1,12).


Los apóstoles de Cristo veneran las Escrituras antiguas, y refiriéndose a ellas, afirman que «toda la Escritura está divinamente inspirada» (2Tim 3,16). «Bien habló el Espíritu Santo por el profeta Isaías a nuestros padres», dice San Pablo (Hch 28,25). «La profecía no ha sido proferida en los tiempos pasados por humana voluntad, antes bien, movidos por el Espíritu Santo, los hombres hablaron de Dios» (2Pe 1,21). «Dios ha hablado por boca de sus santos profetas desde el principio del mundo» (Hch 3,21). Los Evangelios, muy especialmente el de San Mateo, citarán con frecuencia los textos del A. T. como Palabra de Dios. Y el más citado será en el N. T. el libro de los Salmos.



Dios habló por Jesucristo y por sus apóstoles y evangelistas. «Muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas. Ültimamente, en estos días, nos habló por su Hijo», el Verbo de Dios encarnado (Hb 1,1). Dios entrega a los hombres la plenitud de su Palabra eterna, encarnada en Jesús; «porque en darnos, como nos dio, a su Hijo –que es una Palabra suya, que no tiene otra–, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que decir» (San Juan de la Cruz, 1Subida 2,22,3).


Y Cristo-Palabra, ascendido a los cielos, sigue hablando por sus apóstoles y evangelistas hasta el fin de los tiempos: es Él «quien nos habla desde el cielo» (Heb 12,25). Lo sabemos ciertamente porque Él mismo así lo afirmó: «el que a vosotros oye, a mí me oye» (Lc 10,16). Y este misterio de gracia se realiza muy especialmente en la Liturgia de la Palabra: «en la Liturgia Dios habla a su pueblo; Cristo sigue anunciando el evangelio» (Vat. II, SC 7). Notemos que si una persona halla en la palabra el vehículo principal para comunicar su espíritu a otra, es proceso es un reflejo de la revelación divina, en la que el Padre, por medio de su Palabra, Jesucristo, nos comunica su Espíritu Santo. De tal modo que ahora «no solo de pan [ni siquiera del eucarístico] vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4; cf. Dt 8,3).



«En los Libros sagrados, el Padre que está en los cielos se dirige con amor a sus hijos y habla con ellos; y hay tal fuerza y eficacia en la Palabra de Dios, que constituye el sustento y vigor de la Iglesia, la firmeza de fe para sus hijos, el alimento del alma, la fuente pura y perenne de la vida espiritual» (Vat. II, Dei Verbum 21). Al final de las lecturas bíblicas, decimos con toda verdad: «Palabra de Dios».



Los primeros cristianos creen que el Nuevo Testamento continúa la Revelación divina iniciada en el Antiguo: es Palabra de Dios, todo él es Sagrada Escritura. En ella Dios se revela en Cristo al mundo plenamente. Y de este modo los cristianos estamos realmente «edificados sobre el fundamento de los apóstoles y de los profetas» (Ef 2,20). Dios, inspirándoles por el Espíritu Santo, habla a través de unos y de otros.



Señalando San Pedro que algunas cartas de su «querido hermano Pablo» son difíciles, prevé que serán atacadas por hombres perversos, «no menos que las demás Escrituras» (2Pe 3,15-16). Y San Clemente Romano (+101) reconoce también las cartas de San Pablo a los Corintos como Palabras divinas: «a la verdad, divinamente inspirado, escribió» (1Clem 47,3). Los Padres antiguos, cuando citan libros del Nuevo Testamento, dicen con frecuencia «como está escrito», fórmula que en el A.T. se entendía siempre como texto «inspirado por Dios». Así pues, apóstoles y evangelistas son considerados por las comunidades cristianas como los profetas del N.T.: hombres que hablan y escriben inspirados por Dios: el mismo Dios habla por ellos. Y los propios apóstoles son conscientes de esta realidad grandiosa: «incesantemente damos gracias a Dios porque al oír la palabra de Dios que os predicamos la acogisteis no como palabra de hombre, sino como palabra de Dios, como en verdad es, y que obra eficazmente en vosotros, los que creéis» (1Tes 2,13). «Nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo exhortara por medio de nosotros» (2Cor 5,20).


Los Padres antiguos confiesan una misma fe en las Escrituras antiguas y y en las nuevas. San Ireneo (120-202): «las Escrituras son perfectas, pues han sido proferidas por el Verbo de Dios y por su Espíritu» (Adversus haereses 2,41). Teófilo de Antioquía (+412), escribiendo a Autólico, dice que «las afirmaciones de los profetas sobre la justicia y las de los Evangelios están en armonía, porque sus autores eran todos nacidos del Espíritu y hablaban por el Espíritu de Dios» (3,12).



La Iglesia cree con fe dogmática que el Autor principal de los libros sagrado es el mismo Dios. El Vaticano I (1870) enseña como dogma que los libros de la Biblia «la Iglesia los tiene por sagrados y canónicos, no porque compuestos por sola industria humana, hayan sido luego aprobados por ella; ni solamente porque contengan la revelación sin error; sino porque escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor, y como tales han sido entregados a la misma Iglesia» (Dz 3006; cf. canon 4: 3029). Y cuando León XIII, en su encíclica Providentissimus (1893), cita esa declaración dogmática, añade: «El Espíritu Santo tomó a los hombres como instrumento para escribir… Fué Él mismo quien, por sobrenatural virtud, de tal modo les asistió mientras escribían, que rectamente habían de concebir en su mente, y fielmente habían de querer consignar y aptamente con infalible verdad expresar todo aquello y sólo aquello que Él mismo las mandara: en otro caso, no sería Él autor de toda la Escritura sagrada» (Dz 3293). Es la doctrina reiterada por el Vaticano II, citada al principio de este artículo (DV 11).


Pío XII, en la encíclica Divino afflante Spiritu (1943), explica más a fondo la naturaleza de la inspiración bíblica, es decir, de la co-laboración entre Dios, Autor principal, y el hagiógrafo, autor instrumental por la inspiración divina. Y aludiendo al progreso de los estudios bíblicos, que en su tiempo habían superado en buena medida la multi-herejía modernista, dice:



«Parece digno de peculiar mención que los teólogos católicos, siguiendo la doctrina de los Santos Padres, y principalmente del Angélico y Común Doctor [Santo Tomás de Aquino], han explorado y propuesto la naturaleza y los efectos de la inspiración bíblica mejor y más perfectamente que como solía hacerse en los siglos pretéritos. Porque, partiendo del principio de que el escritor sagrado al componer el libro es órgano o instrumento del Espíritu Santo, con la circunstancia de ser vivo y dotado de razón, rectamente observan que él, bajo el influjo de la divina moción, de tal manera usa de sus facultades y fuerza, que fácilmente puedan todos colegir del libro nacido de su acción “la índole propia de cada uno y, por así decirlo, sus singulares caracteres y trazos” (Benedicto XV, enc. Spiritus Paraclitus 1920)» (21).


Rige aquí de algún modo el principio de la encarnación del Verbo divino, como ya algún autor medieval había señalado. Y así lo explica Pío XII: «Ya lo advirtió el Doctor Angélico: “en la Escritura, las cosas divinas se nos dan al modo que suelen usar los hombres” (Comm. ad Hebr. 1,4). Porque así como el Verbo sustancial de Dios se hizo semejante a los hombres en todas las cosas, excepto en el pecado, así también las palabras de Dios expresadas en lenguas humanas, se hicieron semejantes en todo al humano lenguaje, excepto en el error» (24). Por eso el exegeta católico debe «indagar qué es lo que la forma de decir o el género literario empleado por el hagiógrafo contribuye para la verdadera y genuina interpretación» de sus textos (25).



No es, pues, el hagiógrafo, bajo la acción de Dios, un instrumento inerte, meramente pasivo –como una máquina de escribir, tecleada por Dios–, sino humano, consciente y activo, con su personal mentalidad, lenguaje y capacidad expresiva. Tener bien en cuenta esta realidad beneficia el trabajo exegético en varios aspectos: 1.–exige mejorar el conocimiento de lenguas, géneros literarios, historia, arqueología y, en general, del mundo mental propio del autor humano sagrado; 2.–mejora así la interpretación de lo que el hagiógrafo quiere decir, o más aún, de lo que Dios quiere decirnos en la Escritura con su co-laboración; 3.–elimina el error de torpes literalismos fundamentalistas.


Benedicto XVI, en la exhortación post-sinodal Verbum Domini (30-IX-2010), siguiendo muy de cerca la enseñanza del Vaticano II, expone en un gran marco teológico la misteriosa Autoría divina de las Escrituras sagradas y la inspiración divina de los hagiógrafos.




«La novedad de la revelación bíblica consiste en que Dios se da a conocer en el diálogo que desea tener con nosotros. “Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía” (Vat. II, DV 2)». «La misma Creación, el liber naturæ, forma parte esencial de esta sinfonía a varias voces en que se expresa el único Verbo. De modo semejante, confesamos que Dios ha comunicado su Palabra en la historia de la salvación, ha dejado oír su voz en ella; con la potencia de su Espíritu, “habló por los profetas” (Credo)» (7). San Juan nos revela en el prólogo de su Evangelio, en relación con el Logos divino, que «por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho (Jn 1,3)» (8). Ahora, en la plenitud de los tiempos, «“Dios ha cumplido su palabra y la ha abreviado” (Is 10,23; Rm 9,28). El Hijo mismo es la Palabra. La Palabra eterna se ha hecho pequeña, tan pequeña como para estar en un pesebre. Ahora la Palabra no sólo se puede oír, no sólo tiene una voz, sino que tiene un rostro que podemos ver: Jesús de Nazaret» (12).


–Es el Padre quien nos habla en Cristo. «Jesús escucha su voz y la obedece con todo su ser. Él conoce al Padre y cumple su palabra (Jn 8,55); nos cuenta las cosas del Padre (12,50): “yo les he comunicado las palabras que tú me diste” (17,8). La economía de la Revelación tiene su comienzo y origen en Dios Padre… Es Él quien da “a conocer la gloria de Dios, reflejada en Cristo” (2Cor 4,6; cf. Mt 16,17; Lc 9,29)» (20). –Es el Hijo quien nos habla, Él es «la Palabra definitiva de Dios; Él es “el primero y el último” (Ap 1,17). Él es la Palabra [divina] única y definitiva entregada a la humanidad» (14). –Es el Espíritu Santo el que nos habla en Cristo: «el Espíritu Santo enseñará a los discípulos y les recordará todo lo que Cristo ha dicho (Jn 14,26), Él los llevará a la Verdad completa (16,13). El mismo Espíritu que actúa en la encarnación del Verbo en el seno de la Virgen María… es el mismo Espíritu que inspira a los autores de las Sagradas Escrituras» (15).



Los escritores de los libros sagrados, los profetas, apóstoles y evangelistas –¡y no las primeras comunidades creyentes!–, bajo la inspiración personal del Espíritu Santo, son los verdaderos autores de los textos bíblicos, y concretamente de los cuatro Evangelios. Conviene reafirmar esta verdad de fe, que siempre ha sido enseñada por los Padres, y reiterada en Trento, en el Vaticano I y en el II, porque la escuela exegética que promueve «la historia de las formas» (Formgeschichte), en referencia a los Evangelios, concretamente, de tal modo enfatiza el influjo de las comunidades primitivas, que desvanece a veces la inspiración personal de los hagiógrafos, viniendo a dar en una especie ilusoria de inspiración colectiva de las comunidades cristianas primeras.


En esta escuela de la historia de las formas, originada en el campo del protestantismo liberal, y encabezada por biblistas como Martin Dibelius (1883-1947) y Rudolf Bultmann (1884-1976), aunque se siga una orientación común, hay evidentemente exposiciones de muy diversas tendencias, también entre los autores católicos, unas aceptables y otras reprobables.


La Pontificia Comisión Bíblica, en el documento De historica evangeliorum veritate (1964), da sobre esta gravísima cuestión orientaciones muy precisas. Y al mismo tiempo que autoriza y recomienda a los exegetas católicas aplicar en su labor el método de la historia de las formas, les advierte que deben hacerlo con cautela, partiendo de premisas filosóficas verdaderas, y manteniendo la debida fidelidad a la Tradición católica de los Padres y al Magisterio apostólico. De hecho venía aplicándose según los principios propios del protestantismo liberal y del modernismo. Y como bien sabemos, también hoy, desprestigiando el método, se le da con frecuencia un uso pésimo.


Hago notar que este documento, ratificado por Pablo VI, tiene todavía valor magisterial. Por iniciativa del mismo Papa, en el Motu propio Sedula cura (27-VI-1971), se cambió más tarde la naturaleza de la PCB, al ser integrada no ya por Cardenales, sino simplemente por expertos biblistas, en conexión con la Congregación de la Fe. Pues bien, en el párrafo primero de este documento se declara el motivo circunstancial de su composición: «se vienen difundiendo muchos escritos en los que se pone en duda la verdad de los dichos y de los hechos contenidos en los Evangelios». Y esto ha movido a la PCB a exponer lo que sigue:



«1. El exegeta católico, bajo la guía del magisterio eclesiástico, se aprovecha de todos los resultados obtenidos en los exegetas que le han precedido, especialmente de los santos Padres y de los doctores de la Iglesia, acerca del entendimiento del texto sagrado, y se dedica a proseguir su obra. A fin de iluminar con luz plena la perenne verdad y autoridad de los Evangelios, siguiendo fielmente las normas de la hermenéutica racional y católica, estará atento a servirse de los nuevos medios de la exégesis, especialmente de aquellos que ofrece el método histórico universalmente considerado. Este método estudia cuidadosamente las fuentes, define su naturaleza y valor, sirviéndose de la crítica textual, de la crítica literaria y del conocimiento del lenguaje… [Aquí cita las recomendaciones, que ya he citado, hechas por Pío XII sobre los géneros literarios y otros medios exegéticos en la encíclica Divino afflante Spiritu].


«En suma, el exegeta se aprovechará de todos los medios que le sirvan para penetrar más a fondo en la índole de los testimonios evangélicos, en la vida religiosa de la primitiva comunidad cristiana, en el sentido y valor de la tradición apostólica. Cuando sea conveniente, será lícito que el exegeta examine los eventuales elementos positivos del “método de la historia de las formas” para conseguir debidamente una más profunda inteligencia de los evangelios. Lo hará, sin embargo con cautela, porque frecuentemente el método aludido está conectado con principios filosóficos y teológicos inadmisibles, que vician no raramente tanto el mismo método, como las conclusiones en materia literaria.


De hecho, algunos autores de este método, movidos por prejuicios racionalistas, se niegan a reconocer la existencia del orden sobrenatural y de la intervención de un Dios personal en el mundo, acontecido mediante la revelación propiamente dicha, y también rechazan la posibilidad y la existencia de los milagros y de las profecías. Otros parten de una falsa noción de la fe, como si ésta no tuviera en cuenta la verdad histórica, o incluso como si fuera incompatible con ella. Otros niegan a priori el valor histórico y la índole de los documentos de la revelación. Otros, en fin, dan poca importancia a la autoridad de los apóstoles en cuanto testigos de Jesucristo, y también a la autoridad de su oficio e influjo en la comunidad primitiva, y exageran el poder creativo de dicha comunidad. Todas estas cosas no sólo son contrarias a la doctrina católica, sino que también están faltas de fundamento científico y se salen de los rectos principios del método histórico». Este documento, estas líneas, da una buena síntesis de los principales errores en exégesis del protestantismo liberal y del modernismo.



Los modernistas antiguos y actuales falsifican los Evangelios, negando prácticamente su inspiración divina, e incurriendo en todos y cada uno de los errores que la Autoridad apostólica ha denunciado, concretamente al aplicar «la historia de las formas» en modos inconciliables con la tradición exegética de la Iglesia y con la doctrina católica de la fe. Los lectores de este artículo, sin necesidad de acudir a bibliotecas especializadas, pueden comprobarlo consultando simplemente con un clic otros artículos publicados en este mismo blog, por ejemplo, (238) Notas bíblicas –1. Cómo está el patio o las críticas que dediqué al libro Jesús. Aproximación histórica del profesor José Antonio Pagola (76-79) y (228-231).



En los textos aludidos los evangelios de la infancia de Jesús son creaciones literarias de la comunidad cristiana postpascual. Jesús es un «buscador de Dios», que cambia radicalmente su pensamiento y sus planes al conocer al Bautista. En ningún momento manifiesta pretensión alguna de ser Dios. Jesús, en su ministerio público, nunca piensa en fundar una Iglesia, distinta de Israel, y organizada jerárquicamente. En las comunidades de discípulos de Jesús todos son exactamente iguales: ninguno tiene autoridad sobre los otros. Pertenece a la Iglesia aquel que se compromete en la promoción de un mundo mejor. La ex-comunión es ajena a la verdadera Iglesia. Cuanto mejor vive la gente, mejor se realiza en el mundo el reino de Dios. No es de Jesús la idea de que Dios debe ser honrado y glorificado por los hombres. El perdón que da Jesús a los pecadores es incondicional, no exige nada a cambio. La fe y la verdad histórica de Jesús, de sus palabras y hechos, sobre todo de sus milagros, se contradicen muchas veces. En realidad no son sobrenaturales las acciones de sanación de enfermos, ni ha de creerse que la expulsión de demonios fuera real en los presuntos posesos. La pasión de Cristo no fue expiatoria, ni cumplió un plan providente de Dios. La última Cena no fue pascual, no fue institución de la Eucaristía. Jesús no tenía de sí mismo una conciencia de víctima sacrificial expiatoria para la salvación de la humanidad. Casi todo el ciclo evangélico de la Pasión carece de historicidad, y lo mismo ha de decirse del ciclo posterior a la Resurrección. El Señor no se apareció realmente a los discípulos, ni «pudo» hacerse visible, hablar y comer con ellos. Su Ascensión a los cielos, por supuesto, no es un acontecimiento histórico, narrado por testigos oculares, sino «una composición literaria imaginada [únicamente] por Lucas»… ¿Cómo habremos de calificar todas estas patrañas exegéticas, fieles a las doctrinas del modernismo, y contrarias a las enseñanzas de la Iglesia católica de todos los tiempos?… ¿Qué tienen que ver con el uso intelectualmente honrado de los antiguos y modernos métodos de la exégesis?…



«Nos toman por memos», como decía el Padre Castellani, hablando de Teilhard de Chardin. Los escrituristas que ignoran en su exégesis, y que incluso contra-dicen lo que los mismos Evangelios dicen, y resisten abiertamente la Tradición exegética de los Padres y las enseñanzas y avisos del Magisterio apostólico, caen en errores gravísimos, que falsifican a Cristo, a los Evangelios, a la Iglesia, a la vida cristiana. En su tarea exegética y teológica, concretamente sobre los Evangelios, se alejan años luz de las enseñanzas de la fe católica, concretamente del Concilio Vaticano II. Recuerden, si no, ustedes los textos conciliares que he ido citando en este mismo artículo acerca del ministerio de los hagiógrafos, en los que Dios mismo, «obrando en ellos y por ellos», es el Autor principal de sus escritos, siendo ellos, bajo la inspiración del Espíritu Santo, verdaderos autores, que según su mentalidad, lenguaje y carácter personal, escriben de los hechos y de las palabras de Jesús «todo y sólo» lo que Dios les ha movido a escribir en una asistencia de gracia especialísima. Ésta es la verdadera fe católica.


José María Iraburu, sacerdote





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