Del viaje a Estados Unidos me quedan bonitos recuerdos: el encuentro con las monjas de la Madre Teresa de Calcula, el recorrido con otros tres curas por el desierto de Arizona, el encuentro con un sheriff de California que resulta que es lector habitual de mi blog. Francamente, jamás pensé que un sheriff estaría leyendo mis posts.
También he podido ver a mi buen amigo el párroco anglicano de Virgina. Y sobre todo a Mónica (alias Moniquita), Alejandro y Rocío, mis amigos de Nueva York, con los que fui al zoo de Queens un día, y a la catedral episcopaliana otro día. Rocío, la esposa, es como las olas de un mar, siempre en ebullición. Alejandro, su esposo, es tranquilo y sosegado como las arenas de una playa. Mónica (la hermana de Rocío) es como una estrella de mar sobre esas arenas bañada por esas aguas.
Cada año recorrer con esta familia una parte de esa ciudad mítica, es un gran placer. La compañía es tan esencial como aquello que visitas.
Nueva York no es una ciudad, es todo un concepto de megápolis. Fue la capital indiscutida de nuestros sueños de los años 70 y 80, cuando el Imperio Americano lo era todo. Cuando esa ciudad se erguía altiva en un futuro poderoso, mientras el resto del mundo radicaba provincianamente a varios decenios de distancia. Hoy día esa urbe se va adormilando en una dulce decadencia como la de La Habana o Praga. Bulle de vitalidad, pero ya no es puro músculo. El ojo atento del experto descubre mil pequeños signos de su incipiente ancianidad.
Es curioso, Estados Unidos y Europa tuvimos el cetro en nuestras manos hasta el inicio de la década de los 90. Pudimos haber hecho lo que hubiéramos querido. Podríamos haber construido otro futuro. Pero fuimos sólo a por el negocio. Ahora sólo nos queda aceptar las cosas tal como son.
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