La libertad postmoderna

Leibnizdecía que la libertad es uno de los laberintos de la filosofía. La libertad es un laberinto filosófico y vital porque, en su comprensión y ejercicio, participan todas las dimensiones antropológicas y, en especial, la inteligencia, la voluntad y las emociones. Tarea de los que nos dedicamos a escribir de filosofía es intentar encontrar el hilo conductor que nos lleve a la salida del laberinto, esquivando por el camino algún toro bravo que lo eche todo a perder.
La estrategia elegida para este ensayo ha sido la de distinguir tres sentidos diferentes de la libertad: la libertad-de, la libertad-para y la libertad de sí mismo. Sentidos que hago corresponder -de manera no muy estricta, por cierto- a tres etapas históricas: la premoderna, la moderna y la posmoderna. Con la particularidad de que cada uno de estos sentidos tiende a prolongarse en el tiempo, y salirse de su época y de sus límites conceptuales, y a tornarse finalmente inviable, si no se completa y depura.
El primer sentido de la libertad, el más simple y obvio, es el que se suele llamar libertad-de. Yo me siento libre cuando estoy exento de constricciones u obstáculos que me impiden hacer lo que deseo realizar. Es lo que los clásicos llamaban “libertas a coaccione”, que no significa que seamos libres por coacción -como algún ignorante ideólogo atribuía a las oscuridades medievales-, sino que estamos libres de coacción, es decir, que a veces no actuamos por coacción, por alguna imposición exterior, sino por propia decisión, por un principio activo que se encuentra en nosotros mismos.
Por eso, se le suele llamar libertad de decisión, libertad de arbitrio o, sencillamente, libre arbitrio. Según ha señalado Millán-Puelles, se trata de una libertad innata y de índole psicológica. Innata porque se nace con ella: nadie puede no ser libre o -dicho más paradójicamente- somos necesariamente libres. Estamos forzados a elegir. Lo cual no es pequeña carga, porque muchas veces desearíamos que otros o el curso de los acontecimientos decidieran por nosotros, quedando así exonerados del peso de la responsabilidad que toda decisión seria lleva consigo. Pero el caso es que no, que a diario nos toca analizar las situaciones, deliberar acerca de las posibilidades de acción y hacer bascular sobre una de las opciones el peso de nuestra decisión que, al cabo, es el peso de nuestro propio yo, porque la libertad tiene un carácter reflexivo: decidir es siempre decidirse (a diferencia del conocer, que no en todos los casos implica conocerse).
La libertad-de presenta, además, una índole psicológica, porque en el desenlace de las deliberaciones intervienen las principales potencias del alma, entre las que no se suele prestar el interés a las emociones o pasiones. De ellas decían los clásicos que refuerzan la libertad cuando se desencadenan conforme a la razón verdadera y a la libertad recta; mientras que la bloquean o impiden su ejercicio cuando ellas mismas, de manera antecedente, disparan el dinamismo psicológico.
Por todo lo dicho, la libertad-de parece teñida de individualismo. Como estoy libre de, soy “como Juan Palomo: yo me lo guiso y yo me lo como”. Individualismo que, por cierto, estaba ausente en la versión originaria de la libertad-de, cuyo ejercicio en la polis griega era la característica distintiva de los ciudadanos, frente a los esclavos o los metecos. Para ser libre, es preciso ser miembro de una comunidad vital, en la que el agente se integra y manifiesta, como dice Hannah Arendt, su carencia de coacciones a través de los discursos en el ágora y sus hazañas en el campo de batalla.
El sesgo más personalista de este primer sentido de la libertad lo aporta la irrupción del cristianismo en la mentalidad occidental. No es que el cristiano se encuentre existencialmente aislado. Todo lo contrario: además de ser miembro de la ciudad profana, donde debe brillar su honestidad, habita en la ciudad santa, la Iglesia, a cuyos miembros les une un ligamen mucho más fuerte que el que reunía a los componentes de la “polís” griega o de la “civitas” romana. En el cristianismo se trata de una comunión interior, que apela a la conciencia y que, por tanto, presenta una dimensión personalista apenas presente en las versiones clásicas de la libertad.

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