Ya es el 31 de octubre. Para unos, entre los que me cuento, que sea el 31 no significa apenas nada: “A cada día le basta su afán”; cada día tiene bastante con su propia preocupación (Mt 6,34). Y entre las mías, entre mis personales preocupaciones o desasosiegos, no cuenta apenas el que lleguemos al 31 de octubre. Es más que de sobra saber que el 30 de octubre -el 29 según mi DNI - he cumplido, ya, la provecta edad de 51 años.
No diré que “cualquier tiempo pasado fue mejor”, por si mirar al pasado envejece todavía más. No diré eso, porque soy realista, pero estaría un poco empujado a decirlo. No merece la pena, no obstante. Nadie se acuerda – nadie no, pero casi nadie, cada vez menos – de la fecha, absolutamente irrelevante en la historia del mundo, del propio aniversario. Y por eso, porque muy pocos tienen la misericordia de felicitarme, acepto con satisfacción que - muy pocos - me feliciten. Es más, se agradece que, cada día menos, algunos conserven la memoria. Algunos felicitan, quizá, solo por costumbre. Pero es algo, y eso es siempre más que nada. Y muchísimo más de lo que uno merece.
Un 31 de octubre, de 1517, Martín Lutero “clavó” – no sabemos si literalmente o no – “95 tesis sobre las indulgencias” en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg. Era la víspera de la solemnidad de Todos los Santos. Y Melanchton, colaborador de Lutero, pensó que exponer esas tesis equivalía a recuperar la “luz de los Evangelios”.
Hoy es día 31. Y la Víspera de la Solemnidad de Todos los Santos. Y hace 500 años de ese episodio – sea histórico, en su literalidad, o no -.
No es fácil entender a Lutero, ni la teología de Lutero. Yo creo que no la entiendo. Que él se haya quejado de posibles abusos – y reales abusos – de las indulgencias entra dentro de lo normal. Quejarse de un abuso no significa más que eso. Un abuso es una extralimitación.
Es bueno ayunar, hacer dieta, pero “abusar” en esa trayectoria equivaldría, casi, a morirse de hambre. No voy a enumerar el catálogo de reliquias de las que se beneficiaba el príncipe de Sajonia, Federico el Sabio. No eran las reliquias, ni las indulgencias, en lo que suponía un abuso, lo que disgustaba a Lutero. Era la doctrina católica.
1) No le gustaba el Catolicismo. No le gustaba en lo referente a las indulgencias, pero tampoco en la posibilidad de que Dios suscite la cooperación del salvado en la propia salvación. San Agustín decía: “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti”. No acabo de comprender por qué Lutero no entendió eso. No acabo de entender por qué pensó que Dios sería más grande sin contar con sus criaturas. Yo, en ese punto, ya no puedo seguirlo.
2) También me resulta difícil entender su disputa con Cayetano, el cardenal Cayetano, sobre el papel de la Iglesia en la salvación. Nos situamos en Augsburgo en 1518. El cardenal Cayetano, nuncio apostólico, era un experto teólogo. La disputa, más allá de sutilezas, versaba, entre ambos, sobre la mediación de la Iglesia. Si los méritos de Cristo han dado a la Iglesia el “poder de las llaves” o si “el poder de las llaves” deriva de los méritos de Cristo es, hoy, una sutileza. Y quizá también lo era en su momento. Porque que Cristo, por sus méritos, diese a su Iglesia el poder de las llaves para nada, es difícil de encajar.
3) Hay un tercer aspecto en el que tampoco me veo luterano. Los católicos decimos que nunca estamos solos. Que nos podemos ayudar. En este mundo. En la muerte. Y hasta tras la muerte.
Este último elemento me convence mucho. Para él, Lutero, el cristiano estaba solo ante Dios, sin ayuda de ningún tipo.
El católico no piensa eso. Yo no sé si se puede ser católico y liberal. No creo que sea obligatorio ser católico y socialista.
Pero un católico tiene un sentido social de la vida y de la salvación. Un cristiano nunca esta solo. Ni ante Dios. Y, ante Dios, no nos pesaría estar solos. Pero Él no nos ha creado de ese modo.
Guillermo Juan Morado
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