Hace unos pocos meses, tuve una conversación con un buen amigo catalán sobre elprocés. Él es una bellísima persona, culto, sensato e independentista. Para mí es una delicia siempre hablar con él. Pero, en un momento dado de nuestra conversación, le dije: “Mira, te aseguro, que si hay una ruptura por las malas con el estado español, desde un punto de vista económico la independencia es imposible. Salvo que uno esté dispuesto a un hundimiento económico que nunca sería menor a la pérdida del 20 o 25% del PIB”.
Eso al profano le puede parecer poco, pero tendría consecuencias concretas verdaderamente muy lamentables para el día a día de un ciudadano medio catalán. Consecuencias que podría habérselas desgranado en detalle, porque el experimento ya se ha hecho en Rusia y Ucrania.
Yo no soy nacionalista, pero si lo fuera, estaría enfadadísimo contra un govern que si hubiera esperado cuatro años podía haberlo conseguido todo. Pero que empujado a la fuerza por los partidos nacionalistas situados a su izquierda ha hundido completamente el procés durante más de veinte años o quizá toda una generación. Ahora ya es jaque mate.
La única reacción posible de los más radicales es la calle. Y cuanta más calle, más se frotarán las manos en La Moncloa. Ahora sí que cuanto peor es mejor para Madrid.
Aunque el apoyo hubiera sido del 90% al procés, la ruptura económica por las malas era sencillamente imposible. Cuando en el 2015 me preguntó un amigo sacerdote qué podía pasar si no había rescate de la Unión Europea a Grecia, mi respuesta fue sencilla: Un día irás al cajero automático y no saldrán billetes.
Un mes después pasó exactamente eso. En una semana más de petrificación del flujo monetario, los aviones no hubieran tenido combustible en el aeropuerto de Atenas, no hubiera habido pan en la panadería, los negocios hubieran ido cerrando sin poder seguir asumiendo más pérdidas. Los griegos más entusiastas estaban tranquilos porque pensaban que siempre les quedaría el turismo. Pero el turismo era imposible sin una moneda y sin un sistema bancario. Y ellos ya no tenían más euros, y una moneda propia valdría como los billetes del Monopoly. El país podía ser todo lo bello que quisieran, pero sin sistema financiero en marcha no habría turismo. Así de claro. Las playas sin bancos se quedan vacías. Las islas griegas sin bancos sólo tienen como habitantes a las cabras.
Tsipras aseguró que jamás aceptaría las condiciones de Bruselas. Hizo un referéndum y el Pueblo le apoyó por abrumadora mayoría. Una semana después, Tsipras estaba en Bruselas con el sombrero en la mano firmando un acuerdo mucho más duro que el que había rechazado y además lo firmó dando las gracias por haber sido tan compasivos. No hubo ninguna negociación: los técnicos se limitaron a poner el papel delante y a indicarle dónde tenía que firmar. Fueron las conversaciones más breves del mundo. Pudo volver a casa esa misma tarde.
La caída económica de Cataluña en caso de ruptura por las malas hubiera sido mucho peor, porque Cataluña tiene una economía mucho más desarrollada. Cuánto más compleja, moderna y desarrollada es una economía, más brutal es la caída en caso de pánico total, porque el dinero se multiplica en ese tipo de economías y en caso de colapso el default es más impresionante. En el caso de Cataluña, el agujero hubiera sido mucho más grande que en el caso de una bancarrota de Albania o Macedonia.
La independencia por las malas era, por tanto, imposible. De ahí que resultara inmoral ilusionar a las masas con lo imposible. Inflamar a millones de personas con un discurso que sólo llevaba a la confrontación para después volver al punto de partida, o mejor dicho: más abajo del punto de partida.
Mi amigo, persona más que razonable, seguro que diría: sólo pedíamos un referéndum. De acuerdo, pero un referéndum no aceptado por las dos partes implicadas no llevaba a ningún lado. Los resultados, en esas condiciones, no significaban nada y, aun así, el govern siguió adelante. Y siguió adelante y adelante, contra viento y marea, hasta que se dio cuenta de lo que era evidente desde el principio: que una sociedad económicamente desarrollada del siglo XXI no se puede independizar por las malas como si fuera una tribu húngara de Transilvania.
Ahora ha llegado el momento de construir el bien común y de tener en cuenta a la mitad de la población, los catalanes no nacionalistas. En un choque de trenes, si es el todo contra el todo, si es la ley de la fuerza, hay que ponerse del lado de la Ley. Lo contrario implicaría una lucha que acabaría siendo sangrienta. Eso sí, con poca sangre, porque la maquinaria militar y policial se impondría cómo se ha impuesto siempre en las barriadas de Estados Unidos cuando ha habido tumultos. Por eso, hasta muchos nacionalistas han comprendido que, dadas las circunstancias: la Ley.
Por el bien de los catalanes, ha llegado el momento de ser realistas y entender que sólo el imperio de la Ley sin titubeos evitará una aventura callejera de cócteles molotov que no llegaría a ningún lado, sino sólo a sepultar el nacionalismo, durante toda una generación, confinándolo en las elecciones a ser siempre la oposición.
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