Hace unas semanas, diez intelectuales europeos publicaron la Declaración de París, que lleva por título “Una Europa en la que podemos creer”. Esta sería la propuesta de los autores frente al creciente escepticismo de los europeos –totalmente justificado, a su parecer– respecto de las élites e instituciones comunitarias.
Para los firmantes, la gran amenaza para el futuro del continente no son los grupos yihadistas o las maniobras desestabilizadoras rusas. El peligro está dentro: la “falsa Europa”. A su parecer, esta se contrapondría al ideal original, que sí suscitaba la adhesión que reclama el título de la declaración.
“Rechazamos la falsa pretensión de que no hay alternativa responsable a la solidaridad artificial e impersonal de un mercado unificado, una burocracia transnacional y un entretenimiento superficial”
¿En qué consiste este peligro? “Esta falsa Europa se imagina a sí misma como la culminación de nuestra civilización, pero en realidad quiere confiscar nuestro hogar. Recurre a exageraciones y distorsiones de las auténticas virtudes de Europa al tiempo que se mantiene ciega a sus propios vicios”. Así, este problema tiene –para los autores– una base cultural muy importante. Entre los elementos que confluyen en la crisis, se nombran el lenguaje políticamente correcto, el mito del progreso, una libertad falsa y una igualdad también engañosa (porque pretende asentar la hegemonía de la civilización occidental aparentando neutralidad).
Todos estos elementos son utilizados –según el texto– por los tecnócratas y las élites intelectuales para hacer creer a los ciudadanos en un cierto fatalismo que justificaría los déficits democráticos de la Unión. Frente a esto, los firmantes proclaman: “Rechazamos la falsa pretensión de que no hay alternativa responsable a la solidaridad artificial e impersonal de un mercado unificado, una burocracia transnacional y un entretenimiento superficial”.
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