Como sé que os gustan los episodios de mis viajes, os voy a contar uno. En mi último viaje por varios países, todas las guías que tuvimos fueron muy buenas. Todas… menos Olga. Esta rusa comenzó por hacernos un elogio de la era soviética: todos tenían trabajo, el Estado te daba un piso, etc. Yo no abrí mi boca. Pero cuando fuimos a Novgorod, sólo nos enseñó la fortaleza. Y no quiso llevarnos a ver las iglesias antiquísimas que había junto al río, alegando que ya no había tiempo.
¡Habíamos hecho más de cuatro horas de viaje para ver sólo una cosa durante poco más de una hora! Se le pidió expresamente tal cosa, pero no quiso hacerlo.
A eso hay que añadir que no quiso que celebráramos misa en la iglesia católica de la ciudad. Estaba en el programa, pero se negó alegando lo mismo: No hay tiempo.
Nos llevó a un restaurante vacío, no había ni un comensal, y donde el menú era exactamente el mismo que el día anterior. Como nosotros pagábamos esa comida, no estaba incluida en el viaje, le pedimos ir a otro restaurante donde hubiera otro menú. No dijo nada, pero eso le desagradó totalmente. Probablemente, porque en ese restaurante tenía comisión. No quiso ayudarnos a encontrar otro restaurante. Cada vez que le pregunté qué otros restaurantes había en la ciudad, me respondía con otra pregunta.
Al final, le dije que nos llevara el autobús a la calle principal y que parara donde viéramos un restaurante. No voy a relatar los detalles, pero estuvo boicoteando la comida hasta el último momento. Eso sí, cuando llevábamos una hora de viaje, nos dijo que bajáramos allí en un lugar, porque no habría otra parada hasta llegar al hotel. Yo le sugerí que, dado que el viaje había durado cuatro horas, sería mejor hacer la parada a mitad de camino. Pues no. Hubo que parar donde ella dijo, tras solo una hora de viaje.
Todo el día había estado con un tono enfadado e, incluso, grosero. Eso sí, en el largo viaje, tomé el micrófono e hice un discurso de media hora cuyo tema era el comunismo. Fue un discurso tremendo, lacrimógeno y durísimo de veinte minutos, sin prisas, con largas pausas. Pequé, porque veía como ella se cocía en su salsa y no podía decir nada, y yo seguía echando más leña al fuego, ella crispaba las manos y yo daba tranquilamente otra vuelta con la cuchara. Dije tales cosas que no dudo que Lenin debía estar revolviéndose en su tumba.
Pero pequé, porque discretamente, muy discretamente, miraba de reojo su cara, ella estaba en el primer asiento, y veía como estaba como una olla a presión y yo decía: Vamos a subir un poco más el fuego.
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