La odisea del anillo de compromiso

El exceso de trabajo, el agobio por mil cosas, la continua incapacidad de encontrar el momento propicio retrasaban la decisión y Rocío comenzaba a estar cansada. Después de siete años de noviazgo, Elías comprendió por fin que había llegado el momento. Citó a su novia en un restaurante cercano a su casa: le iba a pedir la mano. Sí, como se ha hecho toda la vida. Con ilusión: una promesa para siempre.

El restaurante era de primera, y bien sabía ella que el encuentro iba a ser definitivo. Por eso, se arregló muy bien, mientras sonreía con el entusiasmo de una mujer feliz con un punto de nerviosismo más propio de una adolescente enamorada que de una mujer adulta.

Elías había dejado para el último momento lo más importante: el anillo. Fue a un enorme centro comercial, subió a la tercera planta y compró en una joyería de gran prestigio el que sabía que tanto le iba a gustar. La gestión duró pocos minutos: no tenía mucho tiempo si no quería llegar tarde. Es sabido por todos que los hombres compran siempre rápido, aunque no siempre compren bien… Esta vez no se equivocó.

Cuando bajó al inmenso parking, comprobó que su coche (donde además había dejado el móvil) ¡no estaba! Por un momento pensó si acaso se lo habrían robado, pero pronto achacó la pérdida a su continuo despiste. Diez minutos, veinte, treinta. Parking rojo, amarillo, verde y marrón. Planta primera, segunda, tercera… Cuarenta minutos.

Rocío, entretanto, enfadada y sin noticias de él, espera. Llama, manda mensajes… hace todo y piensa lo peor, porque es propio del que espera pensar mal del que se retrasa; y enojarse y desesperar y… entristecerse, porque cada pocos instantes hacía un mismo propósito: si en diez minutos no aparecía, lo dejaría para siempre. Así el tiempo prolongaba su enojo y su esperanza; y entre una cosa y otra… pedía al ángel custodio de su novio que él nunca se olvidara.

Fue entonces cuando un motorista melenudo se cruzó en la desesperada carrera de Elías justo en medio del P-2 Amarillo. Paró bruscamente delante de él y le dijo con voz queda: «tu coche está en el piso de arriba». El chico, sorprendido, le preguntó: «¿Cómo lo sabes?». Respuesta lacónica: «te he visto entrar». Acelerando a fondo, desapareció de su vista. En efecto, subió una planta, encontró el coche… y llegó «a tiempo». Rocío pudo respirar por fin, se fundieron en un abrazo y la secuencia de petición, anillo, lágrimas…

La suya es una historia hermosa. Por desgracia, cada vez más rara. El corazón y el alma de los hombres y las mujeres de nuestros días están muy heridos. Falta capacidad de amar, y muchos han llegado a pensar que el matrimonio es un proyecto imposible.

Cuando Jesús censura el divorcio en el Evangelio, no es porque quiera condenar a los hombres a relaciones aburridas, sino porque cree –y la Iglesia con Él– en el amor para toda la vida. ¡Sí!: es posible aún hoy amar a una persona para siempre. Es posible, gracias a Dios, curar el corazón del hombre y de la mujer y hacerlos capaces de amarse hasta la muerte.

Ahora más que nunca, anunciar el Evangelio significa curar, «porque el hombre necesita sobre todo la verdad y el amor»[1]. Curar es también restablecer la comunión perturbada entre el hombre y la mujer. Cristo cura al amor mismo. Su gracia expulsa «los demonios que, siempre de nuevo, desgarran y destruyen su amor»[2].

¿Dificultades en tu noviazgo, en tu familia, con los tuyos? Ve a la Iglesia a hablar de ello porque es uno de los pocos sitios donde creen que los problemas son para superarlos.

Convéncete: la Iglesia no es casposa, sino luminosa, porque tiene una fe muy grande en lo que el hombre –con la ayuda de Dios– puede llegar a hacer.

[1] Benedicto XVI, Homilía, 29 de septiembre de 2009.
(2) Ibid.

Fulgencio Espá



05:40

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