Este es el secreto del amor: querer que el otro sea feliz. De esa forma, la relación matrimonial y la educación de los hijos se edifica sobre la sólida base de la entrega
La unidad es el secreto de la vitalidad y la fecundidad en todos los órdenes de la vida. La disgregación es el signo, por excelencia, de la muerte física.
Cuando se trata de la unidad entre un hombre y una mujer, para formar una familia, la unidad ha de darse no solo biológicamente sino espiritualmente. El amor matrimonial, aunque comience por el sentimiento, se consolida por la unidad de objetivos, deseos y aspiraciones en el proyecto común de vida. “La donación física total sería un engaño si no fuese signo y fruto de una donación en la que está presente toda la persona, incluso en su dimensión temporal; si la persona se reservase algo o la posibilidad de decidir de otra manera en orden al futuro, ya no se donaría totalmente”[1].
Sin el enamoramiento, la especie humana difícilmente sobreviviría, pero el enamoramiento es solo −o primordialmente− el momento previo al amor duradero. Permanecer en el amor no es un ideal ni una cuestión que atañe solo a las buenas costumbres, a la moralidad, o a la fe; es también una exigencia de la biología humana: está en la base de lo que constituye la familia.
Por ejemplo, el parto humano es absolutamente único, distinto, comparado con los animales de cualquier especie. Poco antes de nacer, una descarga hormonal hace que el cerebro del feto se desarrolle. Y esto, fuera de lo que cabría esperar de un mamífero: los simios viven el desarrollo equivalente a la infancia y a la adolescencia en el seno materno; los humanos, en cambio, nacemos prematuros: el desarrollo de la infancia y la juventud lo vivimos fuera, sobre el terreno, en familia.
Los niños −gracias a su poderoso cerebro− aprenden de la vida en tiempo real. Este hecho natural −biológico− reclama una estabilidad en el matrimonio. Por eso, algunos autores dicen que el matrimonio indisoluble sea una exigencia de la naturaleza antes que un producto de las tradiciones culturales o de las creencias religiosas, o un invento del Estado.
Cuando el sentimiento inicial que da lugar al enamoramiento desemboca en el matrimonio, el amor se convierte en un compromiso de por vida para complementarse mutuamente. Alcanzando cada cónyuge en el otro su plenitud. El compromiso que se contrae es mucho más que “vivir con”, es vivir para el otro, lo que significa asumir la personal destinación al amor −a la felicidad, al cielo−, entregando la propia vida por el otro.
Los hijos en el proyecto común
Dentro del proyecto familiar, la formación de los hijos −cuando los hay− es quizá la principal tarea. Desde pequeños, precisan sentir la unidad espiritual en la vida de sus padres. “Desde el primer momento, los hijos son testigos inexorables de la vida de sus padres. (…) De manera que las cosas que suceden en el hogar influyen para bien o para mal en vuestras criaturas. Procurad darles buen ejemplo, procurad no esconder vuestra piedad, procurad ser limpios en vuestra conducta. (…) Por eso, debéis tener vida interior, luchar por ser buenos cristianos”[2].
Tan importante como el alimento, el vestido o la elección de la escuela, es la formación en aquellas pautas, actitudes y convicciones que hacen posible la vida plena de las personas.La vida es unidad, y si queremos que los hijos tengan criterios claros, necesitan palpar cotidianamente el amor mutuo de sus padres; su común acuerdo acerca de las cosas importantes en el desarrollo de la familia; y, sobre todo, han de descubrir de distintos modos, pero en detalles concretos, que son aceptados por lo que son; los hijos han de percibir en los gestos de sus padres hacia ellos la afirmación de su existencia: ¡qué bueno y qué bello es que tú estés con nosotros, que formes parte de nuestra familia!
Si los hijos viven en una atmósfera de realidades y no de caprichos, será más fácil que aprendan a autogobernarse, y que, a su tiempo, quieran repetir el modelo. Es cierto que cada hijo es una novela distinta, que escriben ellos mismos a medida que van madurando, pero también es cierto que en un clima habitual de conflicto y de inestabilidad es mucho más difícil madurar debidamente. San Josemaría sugiere al respecto: “Háblales razonando un poco, para que se den cuenta de que deben obrar de otra manera, porque así agradan a Dios”[3].
Cuando los hijos ven que sus padres se quieren, se sienten seguros; esto aporta estabilidad a su carácter: crecen con serenidad y con energía para vivir. Si, además, los padres procuran convivir el mayor tiempo posible con ellos, aprenderán las exigencias de la entrega a los demás como por ósmosis, se contagiarán del cariño de sus padres, y se reducirán los temores y las posibles ansiedades.
Familia versus individualismo
La familia surge de un enlace donde dos se hacen uno, ligados por un vínculo contraído libremente. El amor, para ser humano y libre, debe luchar por mantener el compromiso asumido, cualesquiera que sean las circunstancias.
El secreto del amor es querer que el otro sea feliz. Si los padres actúan así, los hijos aprenden el amor en su mismo manantial. No son dos proyectos singulares y luego reunidos o mezclados, sino uno solo que enriquece la vida de ambos. La profesión de cada uno, aun vivida con entusiasmo, se potencia con el proyecto común. Si, al trabajar, cada uno piensa en el otro, profesión y familia se apoyan mutuamente; y los llamados problemas de “conciliación” entre trabajo y familia encuentran una solución conforme a la vocación de la familia.
En el matrimonio se crea la atmósfera que impide el individualismo egoísta y se facilita la maduración personal. Aquí la mujer, como dice el papa Francisco, tiene un papel especial: “Las madres son el antídoto más fuerte a la difusión del individualismo egoísta. Individuo quiere decir ‘que no puede ser dividido’. Las madres, en cambio, se dividen ellas, desde cuando acogen un hijo para darlo al mundo y hacerlo crecer”[4].
La mujer y el hombre maduros saben practicar, con sentido común, el respeto a la autonomía y personalidad del otro. Es más, cada uno vive la vida del otro como propia. En este sentido, la expresión formarán “una sola carne”[5] lo dice todo. El mandato de Dios es una propuesta de vida en común para siempre, que implica una entrega total y exclusiva; podríamos decir que se trata de un llamamiento al amor verdadero y comprometido. Al mismo tiempo, tenemos la posibilidad de rechazarlo. Pero acoger en libertad la invitación de quien es la Vida misma es un seguro de felicidad. “Cuando un hombre y una mujer celebran el sacramento del Matrimonio, Dios, por así decir, se «refleja» en ellos, les imprime sus propios rasgos y el carácter indeleble de su amor. Un matrimonio es el icono del amor de Dios con nosotros. ¡Es muy bello! También Dios, de hecho, es comunión: las tres personas del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo viven desde siempre y para siempre en unidad perfecta. Y es justamente este el misterio del Matrimonio”[6]. La familia, siguiendo ese programa, ha de imitar la vida divina en el amor y en el desbordamiento de su fecundidad. El individualista −el “single man”, la “single woman”−, está en sus antípodas. Si quiere vivir y hacer vivir, el matrimonio debe seguir las instrucciones que Él mismo nos dio al principio, “creced y multiplicaos”[7].
Dios es una vida de relación permanente[8]. Y ha querido establecer con los hombres una Alianza de amor. En el matrimonio, el “vínculo de amor se convierte en imagen y símbolo de la Alianza que une a Dios con su pueblo”[9]. De ahí lo grave que es una ruptura formal, se mire por donde se mire.
En la fidelidad matrimonial está la felicidad. Dios ha sido fiel con nosotros, dándonos todos los bienes: en primer lugar, el propio amor del matrimonio y el de los hijos. Si los hijos maduran en la fidelidad de los padres, aprenden el secreto de la felicidad y del sentido de la vida.
El edificio social, por otra parte, se construye con unos ladrillos que son las familias y sobre unos cimientos que los forman, la confianza de todos para con todos. Si no hay fidelidad en el ámbito familiar −ni respeto, ni confianza−, tampoco la habrá en la sociedad.
Mª Á. García y A. Segura, en opusdei.es.
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