“Yo te lo ordeno, levántate”



“Talitá, kum, Yo te lo ordeno, levántate” (Mc 5, 21-43). Las palabras de Jesús a la niña que yace muerta son las palabras de un Dios a su creatura amada, que para rescatarla de del dolor y de la muerte ha venido del cielo, se ha encarnado y ha subido a la cruz para Él mismo morir y dar su vida a cambio de la vida de su creatura. Cristo en la cruz ha muerto para que el hombre, muerto a consecuencia del pecado, tenga vida por la gracia en esta vida y luego viva para siempre, resucitando a la vida eterna en la otra vida.


Con su Encarnación, Jesús asume en sí a toda la Humanidad y con su agonía en el Huerto de Getsemaní y con su muerte en la Cruz, sufre los dolores y las muertes de todos los hombres de todos los tiempos, al tiempo que con la Sangre que brota de sus heridas abiertas por los golpes, las flagelaciones y los clavos de la cruz, Jesús lava y quita los pecados, insuflando con la Sangre la Vida nueva de la Trinidad. De esta manera, Jesús no es solo el Cordero que quita el pecado y la muerte del mundo al lavar las almas con su Sangre cuando esta se derrama desde la cruz, sino que es también al mismo tiempo el Cordero que da la Vida de Dios Uno y Trino a las almas, al infundir a las almas, junto con su Sangre, el Espíritu Santo, que les comunica la Vida y el Amor Divinos.


“Yo te lo ordeno, levántate”. El mismo Cristo que resucitó a la niña del Evangelio, comunicándole de su fuerza omnipotente divina, volviéndola a la vida, es el mismo Jesús que, desde la Eucaristía, nos comunica de su vida divina y gloriosa, resucitada, haciéndonos participar, ya desde ahora, desde la caducidad de esta vida terrena, de su resurrección. No hace falta que experimentemos la muerte física, como la niña del Evangelio, para que experimentemos la omnipotencia de la fuerza de la resurrección de Cristo, porque Él nos la comunica desde la Eucaristía: así como para la niña del Evangelio las palabras de Jesús significaron salir de la muerte para entrar en la vida, así también para nosotros la comunión eucarística significa recibir en germen la vida gloriosa de Jesucristo que nos hará resurgir, luego de nuestra muerte terrena, a la vida eterna en los cielos.



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