“Ya sabes los mandamientos: no matarás, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre”. El replicó: “Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño”. Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: “Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme”. A estas palabras, frunció el ceño y se marchó triste, porque era muy rico”. (Mc 10,17-30)
Resulta curioso, por decir lo menos este Evangelio. Alguien quiere “heredar la vida eterna”.
Primero me gusta eso de “heredar”. Como si fuese algo que nos pertenece como hijos.
¿Tendría éste alguna idea de Dios como padre y él como hijo?
Lo segundo que, no sé si decir que me gusta o me extraña, es la respuesta de Jesús. Le señala los mandamientos.
Pero ¿os dais cuenta de qué mandamientos habla Jesús?
¿No les parece extraño que no cite el primer mandamiento de amar a Dios, y le recuerda solo tres? Los tres no son de una relación directa con Dios sino con el prójimo: No matar. No estafar o engañar a nadie. Honrar a los padres.
¿No será que nuestras actitudes con los demás son las que mejor manifiestan que amamos a Dios aún sin decirlo?
¿No será que la mejor manera de decir que amamos a Dios, es confesarlo con nuestras actitudes para con el prójimo?
Algo así como si el primer mandamiento fuese la fuente y el segundo el dedo que nos señala la fuente o el manantial.
El joven parece noble y sincero.
Desde pequeño ha observado los mandamientos, por tanto parece tener asegurada la vida eterna.
Por eso, Jesús “se le quedó mirando con cariño”.
Como que vio que allí había madera.
Y Jesús pensó en algo más grande para él.
Pensó en algo más que los simples mandamientos, suficientes para salvarse.
No te contentes con salvarte.
No te contentes con heredar “la vida eterna”.
Tú estás hecho para otras muchas cosas.
Tú estás hecho no solo para salvarte sino para ayudar a que otros se salven.
Tú estás hecho para “seguirme”. Ser de los míos. Ser mi discípulo. Ser anunciador del Evangelio a los hombres.
“Heredar” la vida eterna es algo que a todos nos compete y que todos deseamos.
Pero no podemos caer en el egoísmo de “salvarme yo solo”.
Hay que “salvarse en racimo”. Porque, cuando lleguemos, en vez de ese “terrible examen con que nos han metido miedo en el cuerpo”, nos harán otra pregunta: “¿Y dónde están los demás?”
No basta salvarse, hay que salvar a los demás.
Para ello, Jesús necesita “seguidores” que anuncien la salvación.
Porque la voluntad de Dios es “todos se salven”.
Pero aquí las exigencias ya son distintas. Ya no basta “no matar, no defraudar, amar a papá y a mamá”. Para ayudar en la proclamación del Evangelio es preciso “venderlo todo”, “darlo a los pobres”.
Porque quien se dedica a evangelizar debe estar totalmente libre.
Y aquí fue donde tropezó nuestro joven.
Salvarse, sí.
Venderlo todo, para dedicarse a la salvación de los demás, eso ya le frenó en su entusiasmo. Una tormenta mató todas las flores.
Aquí ya “frunció el ceño y se marchó pesaroso”.
Le parecía un precio demasiado alto, que él no estaba dispuesto a pagar.
Estaba dispuesto a cumplir los mandamientos.
Pero le faltó el riesgo de cambiarlos por el seguimiento y el Evangelio.
Nos cuesta “dejar” para “seguir”.
Nos cuesta “dejar lo nuestro” para dedicarnos a la salvación de los demás.
Nos cuesta “dejar el pasado” para mirar “al futuro”.
Y a Jesús sólo es posible seguirle, no cargados como mulos con todos nuestros muebles encima, sino ligeros de equipaje.
Lo que presagiaba una espléndida primavera, volvió a convertirse en frío invierno.
Clemente Sobrado C. P.
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