Después de escudriñar al milímetro miles de páginas web, se decidieron por dos obreros de calidad contrastada. La vecina del chalet contiguo les había encargado algunos trabajos y había quedado muy contenta. Además, eran de su pueblo. Gente de fiar. El asunto no podía pintar mejor, porque, tal y como están las cosas, conviene apretar en el precio sin perder un gramo de calidad.
Por otra parte, la obra no era especialmente complicada: se trataba de levantar un muro no muy alto en el jardín cerrando un pequeño espacio para dejar ahí todas las cosas relativas al cuidado de las flores: sacos de abono, herramientas y otras cosas por el estilo. Manolo, que era el jefe, captó enseguida la idea y se pusieron manos a la obra la mañana siguiente. Aseguraba que en pocos días estaría lista.
Como se trataba de un lugar de paso, pronto conocieron a todos los miembros de la familia. El hijo mediano, que era muy observador, se dio cuenta enseguida de que el muro que estaban construyendo estaba ligeramente torcido. Para no errar en su apreciación y no hacerse pesado, esperó a la noche para fijarse con mayor detenimiento. Confirmado, estaba torcido.
Decidió decírselo él mismo a los operarios por la mañana; lo antes posible. Mientras trabajaban, se quedó mirando cómo lo hacían, y les sugirió: «perdónenme, pero creo que el muro se les está torciendo un poco».
En ese momento, sin mediar palabra, Manolo se puso en pie, miró con desprecio al adolescente y dijo mientras recogía las herramientas: «Paco, vámonos, que aquí se trabaja con mucha presión». Y, sin mediar palabra, dejaron todo a medias.
Un simple comentario, inocente, para ayudar, recibe una respuesta desmesurada, ¿no te parece? Sin embargo, ¿no nos pasa a menudo eso mismo? ¿No somos tantas veces irascibles por mil cosas que no tienen ninguna importancia… o, lo que es peor, por advertencias que nos hacen mucho bien? ¿Cómo soportas que te corrijan?
Fulgencio Espá
Fulgencio Espá
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