11 de octubre.

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Homilía para el XXVIII Domingo B

La comparación de las diferentes versiones de este relato que encontramos en los tres Evangelios sinópticos nos muestra que ha conocido una evolución bastante compleja que no es necesario analizar en este momento. Retengamos simplemente que, en su estado actual, en el Evangelio de Marcos, encontramos dos temas que se están entrelazados: El tema primitivo concierne a la incredulidad de los judíos y el segundo se refiere a la dificultad de entrar con riquezas en el Reino de Dios. Considerémoslos separadamente.

Debemos tener presente, que en este momento preciso, en el Evangelio de Marcos, Jesús encuentra cada vez más incredulidad y oposición de parte de los Judíos y que está de camino hacia Jerusalén donde será entregado a muerte, como lo ha anunciado ya más de una vez. Es necesario recordar esto para comprender todo lo que puede significar su invitación: «vengan y síganme».

El joven de este Evangelio le presenta a Jesús una pregunta verdaderamente importante que lleva en su corazón toda persona humana: ¿«Cómo tener en herencia la vida eterna? O ¿Cómo ser salvado?». Sin Embargo, plantea mal su pregunta. Se dirige a Jesús llamándolo «buen maestro», tratándolo como un rabino entre otros. Quiere simplemente conocer la opinión de un maestro entre otros, reservándose el derecho de juzgar si su enseñanza le gustará o no – el derecho de aceptarlo o de rechazarlo, esto es lo que pasa hoy en día. Incluso, en el campo de la docencia, me he encontrado con esta actitud, un ejemplo, hablando de un tema, para dar una opinión trabajé en más de 160 textos, y un alumno me contradijo, le pregunté que había leído él sobre el tema en cuestión, respuesta: un libro; si es que lo leyó… Pero en temas de fe y vida, esta ignorancia atrevida es muy peligrosa.

Jesús le recuerda que solamente Dios es bueno, Jesús implica ya que su respuesta no será la de una escuela, sino un mandato divino que exige una acción más bien que una discusión sin fin.

Jesús le recuerda al joven el núcleo central de la Ley. Notemos al pasar que deja de lado los primeros preceptos del Decálogo que se refieren a Dios y no cita más que aquellos que se refieren al prójimo, indicando así muy claramente que la vida eterna no significa interesarse solo por lo que pasa después de la muerte, o la ecuación de lo que se podría ganar por los méritos de sus actos, sino más bien que «el Reino Dios» empieza desde esta tierra en la justicia y la caridad, y se realiza en la vida después de la muerte. El joven parece un poco tocado por esta respuesta de Jesús y, como buen fariseo, añade: «He hecho todo eso desde mi juventud.»– he observado toda la Ley. Tengo una buena conciencia. (En la versión de Mateo añade también esta pregunta, sin duda, retóricamente: ¿«Qué me falta hacer? ») Esta actitud legalista es fustigada por Jesús que añade: «Una sola cosa te falta: ve, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres… después ven y sígueme».

En este momento se vuelve evidente que las preguntas del joven no eran más que una distracción. Confrontado con las exigencias de la fe, admite que no puede hacer frente a las verdaderas exigencias del Evangelio. Cuando es invitado a dejar de lado sus preguntas de carácter moral y legalista, para encontrar y seguir a Jesús, se retira. En definitiva, creer y ser salvado significa atarse a la persona de Jesús, incluso cuando va derecho hacia su muerte.

A este primer tema se relaciona un segundo – un tema muy querido de Jesús: es que nadie se puede unir a Él si no se desprende de otras cosas o personas. El joven en cuestión no podía atarse a Jesús porque tenía grandes posesiones y no se podía resignar a abandonarlas para seguirlo.

La lección del primer estrato de este relato es que la salvación es un don gratuito de Dios. Tanto el joven que se presenta a Jesús como los discípulos mismos al final del relato preguntas: ¿«Quién puede ser salvado? » La respuesta de Jesús es que eso es imposible a los hombres -sean ricos o pobres. Los que pueden ser salvados son los que Dios salva. A los hombres, les es imposible. A Dios le es posible y les ofrece siempre este don a todos.

Sin embargo, para recibir este don, se debe crear en sí un vacío que aspira a ser colmado. El historiador judío Flavio Josefo cuenta cómo el general romano Pompeyo, después de haber capturado Jerusalén en el año 63 a.c. se paseó en el Santo de los Santos del Templo, con sus ayudantes y no encontró allí nada, absolutamente nada. Era el modo judío de presentar la naturaleza inefable de Yahvé. Asimismo, los místicos han considerado siempre este vacío, esta «nada» como una disposición necesaria para ser transformado en Dios, ser salvado. Es una nada positiva, porque es nada para ser llenada.

Jesús repitió este mensaje utilizando numerosas figuras: «Amén, Amén, yo les digo, a menos que un grano de trigo no caiga en la tierra y muera, permanece solo; pero si muere da mucho de fruto.»

Cuando Jesús, de camino hacia Jerusalén, le dice a su aspirante a discípulo: «Ven y sígueme», lo invita a compartir este misterio pascual. Pero eso presupone la renuncia a todas las relaciones y a todos los deseos. Lo había mencionado a los otros discípulos de antemano: ni oro, ni dinero, nada de alforjas para la jornada, no túnica de recambio, no sandalias, ni bastón.

Este relato cuenta la historia del llamado concreto de un hombre por Jesús. Jesús llama siempre a cada uno por su propio nombre. Cada uno de nosotros debe descubrir lo que es exactamente su llamado personal. Pero porque todos estamos llamados a la salvación, estamos también llamados a alcanzar bajo una forma u otra un auténtico desprendimiento del corazón. Las riquezas son indiferentes con tal que no vivamos para ellas, porque en el fondo, si sólo tenemos interés en ellas quedaremos con un sabor amargo en la boca y al final apartados, en la nada más auténtica que es la lejanía de Dios, “nada” negativa en el sentido de aislarse y perder el sentido.

Pidamos de corazón, con María Santísima, que esto no le suceda a ningún bautizado.


13:03
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