SANTA BRIGIDA DE SUECIA
Patrona de Europa
(+ 1373)
Suecia es en la actualidad un país típicamente protestante: sus habitantes, en su inmensa mayoría, son luteranos, y la vida y la cultura de la nación están impregnadas del espíritu del protestantismo. La Reforma, que allí tuvo lugar en la primera mitad del siglo xvi, favorecida por los nobles y por el poder real, acabó por completo con el catolicismo, seis veces secular: hoy día hay de nuevo católicos en Suecia, pero son muy poco numerosos. Sin embargo, durante la’ Edad Media la cultura católica y la vida espiritual florecieron también en los países escandinavos, que llegaron a constituir un verdadero plantel de santos. Están, en primer lugar, los tres santos reyes mártires, patronos de los tres reinos escandinavos: San Canuto de Dinamarca, San Olao de Noruega y San Eric de Suecia, y después otros muchos más (sobre todo monjes y monjas, presbíteros y obispos); pero entre todos los santos de Escandinavia, la más célebre es Santa Brígida de Suecia.
Santa Brígida nació probablemente en 1303 en Finsta, en la región de Upland, núcleo originario del reino de Suecia. De su infancia no sabemos mucho; cuenta una piadosa leyenda que, al nacer, su madre se salvó milagrosamente del peligro de muerte en que se encontraba, y que, niña ya, si se intentaba castigarla, las varas se quebraban al ir a pegarle. Fueron sus padres Birger Petersson e Ingeborg Bengtsdotter, ricos terratenientes; su padre era senador del reino y gobernador de Upland y, lo mismo que su madre, era de una profunda y piadosa religiosidad: ambos se confesaban todos los viernes, se mortificaban con rigurosos ayunos, practicaban la limosna, apacentaban su espíritu con lecturas piadosas y hacían largas peregrinaciones. En realidad, toda la familia de Santa Brígida era muy devota y cristiana: tía suya era Ingrid de Skänninge, fundadora del primer convento de dominicas en Suecia, y un hermano de Santa Brígida, cuyo nombre era Israel, se llamaba y consideraba caballerescamente “el novio de la Virgen”. Santa Brígida quedó muy pronto huérfana de madre, y, sin salir del medio social de, su cuna, se educó con una tía suya, esposa del gobernador de Östergötland, en un ambiente religioso y caballeresco.
A los catorce años (conforme a los usos de la época) fue casada con el noble caballero Ulf Gudmarsson, senador y gobernador de la región de Närke; fijaron su residencia en Ulvasa, en Östergötland, y en casi treinta años de matrimonio tuvieron ocho hijos (Marta, Carlos; Birger, Catalina, Benito, Gudmar, Ingeborg y Cecilia) de muy diverso carácter, pues mientras Carlos fue un príncipe ligero y mundano, Catalina (elevada también a los altares) sería la fiel continuadora de la obra de su madre, a quien profesó en vida una ejemplar devoción filial y de quien fue su mejor colaboradora.
Santa Brígida ayudaba a su marido en el gobierno de sus extensos dominios señoriales y le animaba a la lectura y al estudio, con el fin, sobre todo, de que conociera bien las leyes para juzgar ¡con rectitud; mas no por ello desatendía la educación de sus hijos: asistía ella misma a las lecciones del clérigo encargado de la instrucción de los niños y juntamente con ellos empezó a aprender latín, velando al mismo tiempo por que se les infundiera el santo temor de Dios y se fortalecieran en la fe cristiana.
Después, Santa Brígida fue llamada a la corte, como dama de honor de la reina Blanca, esposa del rey Magnus Eriksson; hizo todo cuanto estuvo en su mano para que en la corte hubiera un ambiente menos mundano y los reyes llevaran una vida más profundamente religiosa, si bien sus desvelos no se vieron coronados por el éxito.
En 1341, siguiendo una tradición familiar, Santa Brígida y su marido hicieron la peregrinación a Santiago de Compostela, viaje que duró dos años y que les permitió ver de cerca las dos más grandes calamidades del siglo: la Guerra de los Cien Años (entre Inglaterra y Francia) y 11 el destierro de los Papas en Aviñón (Francia). De vuelta del largo viaje a la remota España, Ulf Gudmarsson se encierra en el monasterio cisterciense de Alvastra, donde enferma y muere el 12 de febrero de 1344.
La muerte de su marido señala el comienzo de una mayor actividad por parte de Santa Brígida. La divina llamada de que entonces fue objeto se nos cuenta de esta manera en las Revelaciones extravagantes: “Pasados algunos días después dé la muerte de su marido, encontrándose santa Brígida muy preocupada acerca de su estado, vióse envuelta e inflamada por el espíritu del Señor; y arrebatada en espíritu vió una nube resplandeciente y oyó una voz que desde la nube le decía: `Yo soy tu Dios, que quiero hablar contigo’. Asustada, no sea que fuese engaño del enemigo, oyó por segunda vez: `No temas, pues Yo soy el Creador, no el engañador. Y has de saber que no hablo por ti sola, sino por la salvación de todos los cristianos. Escucha, pues, lo que digo. Tú serás mi esposa y mi instrumento; oirás y verás cosas ocultas espirituales y celestes, y mi espíritu permanecerá contigo hasta la muerte. Cree, pues, firmemente que soy Yo mismo, que nací de la Virgen pura, que sufrí y padecí muerte de cruz por la salvación de todas las almas; que resucité de entre los muertos y subí a los cielos; que ahora, además, por mi Espíritu, hablo contigo”.
Poco después, en 1345, iniciaba Santa Brígida la construcción de un monasterio doble, para monjas y monjes, en Vadstena; a orillas del Vättern, siendo ayudada con dinero por el mismo rey, pero solamente al principio, porque después el monarca se opuso al proyecto y hasta ordenó la demolición de las obras comenzadas. Pero estas dificultades iniciales, lo mismo que otras mayores, que después le saldrían al paso, no arredraron a Santa Brígida. En este tiempo escribe también Santa Brígida la Regla para su proyectado monasterio, y recibe otra serie de revelaciones divinas con el encargo de dar a conocer su contenido, como así lo hace, una vez obtenida la oportuna licencia de los obispos suecos a quienes consultó. De conformidad con lo que se le había revelado, se dirigió amonestando a los monarcas, a los nobles y al mismo clero, para que llevaran una vida más de acuerdo con la moral cristiana; a los reyes de Inglaterra y de Francia, para que hicieran la paz; al Papa, para que abandonara la ciudad francesa de Aviñón y regresara a Roma, verdadera cabeza de la cristiandad.
Y a Roma y no a Aviñón se dirigió Santa Brígida en 1349 con el doble propósito de conseguir del Papa la aprobación de la Regla, y de ganar el jubileo del Año Santo de 1350. Nuestra Santa tuvo en la Ciudad Eterna la revelación de esperar allí hasta que hubiera venido el Papa, y así lo hizo, reuniendo a su alrededor mientras esperaba, un grupo de personas, “los amigos de Dios”, entre los cuales sobresalían su hija Catalina y los prelados suecos Pedro de Alvastra y Pedro de Skänninge; años después se unió a ellos el eremita Alfonso de Vadaterra, obispo de Jaén, buen teólogo y bien relacionado con la Curia y la nobleza de Roma, que protegería eficazmente a los ascetas escandinavos y que después sería el recopilador de la obra escrita de Santa Brígida. Después de casi veinte años de espera vino por fin a Roma el papa Urbano V, dando su aprobación a la Orden brigidina, si bien con tantas restricciones que desfiguraban substancialmente la imagen que de la misma había bosquejado la Santa. Por otra parte, el Papa se volvió a Francia, a pesar de las súplicas insistentes de Santa Brígida para que no lo hiciera. Santa Brígida hubo de continuar su estancia en Roma y no volvería ya a ver más su tierra.
Santa Brígida y el grupo reunido en torno a ella llevaban en Roma una vida de inusitada dureza en aquel mundano siglo xiv, siguiendo hasta donde les era posible las normas de la Regla que para su Orden había escrito. El grupo monacal estaba sometido a una estrecha pobreza voluntaria, ganándose todo el sustento con el trabajo manual y en muchos casos pidiendo, lo que no les impedía ejercer la caridad, bien mediante la limosna material, bien enseñando la doctrina -cristiana a los pobres y extranjeros; las visitas a las iglesias y a las sepulturas de los mártires y las peregrinaciones a los más apartados santuarios de toda Italia eran otras de las actividades favoritas de nuestra Santa. Mientras tanto se disciplinaba con largos ayunos y rudas penitencias: por ejemplo, dormía siempre sobre el santo suelo. Santa Brígida, exigente consigo misma, también lo era con los demás; uno de los rasgos de su personalidad que más la dieron a conocer entre las gentes romanas era su actividad amonestadora, hasta el punto de haberle dado el remoquete de “bruja escandinava” todas aquellas personas a quienes molestaban sus constantes llamadas al orden y a la rectitud de vida, algo que brillaba por su ausencia en el ambiente agitado y anárquico de la Roma de aquellos tiempos.
Acompañada de su hija Catalina, de los dos Pedros y de Alfonso de Jaén, embarcándose en Nápoles y haciendo escala en Chipre, hizo también Santa Brígida la peregrinación a Tierra Santa, viviendo medio año en la “tierra del Evangelio”, donde Dios se sirvió dispensarle abundantes revelaciones relativas a la vida humana del Señor, en particular sobre su nacimiento y su pasión, revelaciones cuya notoria influencia en los artistas que después han representado tales misterios señalan con complacencia los biógrafos modernos de Santa Brígida. Poco después de haber regresado de esta larga peregrinación, moría nuestra Santa el 23 de julio de 1373 en Roma, en la que había sido su residencia romana -la que después se llamaría “Casa de Santa Brígida”, que en los tiempos finales de la Edad Media y luego en los del Renacimiento iba a constituir algo así como el hogar escandinavo de la ciudad de los Papas.
Santa Brígida fue enterrada en la iglesia romana de San Lorenzo in Panisperma; pero sólo provisionalmente, pues poco después su hija Catalina, juntamente con su hermano Birger Ulfsson y los dos Pedros, trasladaron a Suecia los restos mortales de la Santa. El largo camino de Roma a Danzig lo hicieron pasando por Viena y por el celebérrimo santuario mariano de Czestochowa, en Polonia; en Danzig se embarcaron hasta la isla báltica de Öland, que atravesaron por tierra, para embarcarse de nuevo y, bordeando la costa, tocar tierra sueca en Sóderköping; desde aquí, hasta su definitivo reposo en su amado monasterio de Vadstena, los restos mortales de la Santa pasaron todavía por las populosas y para ella familiares ciudades de Skänninge y Linkóping. A su paso por los diversos países de Europa, el fúnebre cortejo iba cumpliendo una verdadera actividad misionera: Santa Catalina dirigía a los pecadores saludables instrucciones, procuraba con sus hechos y palabras inspirar por doquier el santo temor de Dios, y al mismo tiempo daba a conocer las predicciones y revelaciones de Santa Brígida. Ya en Suecia, el recorrido con los restos mortales de Santa Brígida adquirió caracteres de una auténtica procesión triunfal; los milagros florecían a su paso y de todas partes acudían a saber las revelaciones brigidinas, a rogar y rezar ante sus despojos, y a oír los sermones de Pedro de Alvastra. Después de haber recorrido durante más de medio mes las tierras patrias que había dejado un cuarto de siglo antes y a las que en vida no había podido regresar, Santa Brígida fue enterrada en el monasterio de Vadstena el 4 de julio de 1374, viéndose honrado el sepelio con la asistencia de lo más florido de la nobleza y del clero de Suecia, así como de un pueblo abundante y devoto. Los milagros ante su tumba fueron numerosos y poco tiempo después, en 1375, su santa hija Catalina emprendía el largo viaje a Roma para conseguir la canonización de su amada madre y la aprobación definitiva de la Orden brigidina; Santa Catalina vió logrado el segundo objetivo, pero Santa Brígida no fue elevada a los altares sino por el papa Bonifacio IX en 1401 (cuando ya había fallecido Santa Catalina). La canonización fue confirmada en 1415 en el concilio de Constanza por el antipapa Juan XXIII, pero los reyes de Suecia querían una canonización absolutamente legítima para su Santa y pidieron y obtuvieron en 1419 la confirmación de la misma por el papa Martín V, Sumo Pontífice de toda la cristiandad. Su fiesta se celebraba el 7 de octubre, que sigue siendo el día de Santa Brígida en el calendario nacional sueco, hasta el siglo xviii, en que el papa Urbano VIII la trasladó al 8 de octubre para que no coincidiese con la fiesta del Rosario.
Además del ejemplo de su vida de santidad, de la extraordinaria y sorprendente actividad de Santa Brígida han llegado hasta nosotros dos frutos visibles y perdurables: sus obras literarias y la Orden del Santísimo Salvador.
La Orden brigidina (Ordo Sanctissimi Salvatoris) es una Orden contemplativa cuya finalidad primordial es alabar al Señor y a la Santísima Virgen y ofrecer reparación por las continuas ofensas que se cometen contra la divina Majestad; sus miembros han de llevar una vida perfecta para el honor de Dios y la salvación de las almas y tomar como base de su oración la meditación en la pasión del Señor. Su hábito y su manto es gris, y tanto en el hábito como en el número de sus miembros dejó su impronta el arraigado simbolismo medieval. Cada monasterio debía tener 60 monjas, 13 presbíteros, dos diáconos, dos subdiáconos y ocho hermanos legos, con lo cual el número total de 85 personas igualaría al de los 72 discípulos más los 13 apóstoles, incluyendo entre éstos a San Pablo. El carácter de Orden mixta fue una de las mayores dificultades que encontró nuestra Santa para su aprobación, aparte de la decisión, aún vigente en su época, del concilio de Letrán de 1215 de que no se crearan Ordenes nuevas. Realmente fue la hija de Santa Brígida, Santa Catalina, la que consiguió la aprobación definitiva de la Orden brigidina y quien organizó conforme a la Regla de la misma el monasterio de Vadstena. La Orden del Santísimo Salvador, por su celo apostólico, por su eficaz labor en la instrucción del pueblo y por su actividad cultural, significó un fuerte lazo de unión de los tres reinos escandinavos. Su actividad en el campo de la cultura fue muy grande a finales de la Edad Media: muchos brigidinos escandinavos fueron obispos y profesores de universidad; ellos tradujeron la Biblia a los idiomas escandinavos, y fueron los monjes de Vadstena los que tuvieron la primera imprenta de Suecia. La Orden del Santísimo Salvador se extendió por toda Europa, llegando a tener unos 80 florecientes monasterios; con la Reforma protestante, primero, y con la Revolución francesa, después, la Orden brigidina sufrió mucho, si bien consiguió sobrevivir en Europa en el monasterio bávaro de Altomünster. En el siglo xvi, una dama española, la Venerable Marina de Escobar, dió un gran impulso a la rama española de la Orden que ha perdurado en Méjico y en España. La Orden del Santísimo Salvador ha sido restaurada en nuestros días, siguiendo muy de cerca las huellas y el espíritu de Santa Brígida, merced al infatigable tesón de la madre Isabel Hesselblad, otra tenaz mujer sueca de nuestros días (falleció en 1957); y ha sido construido un nuevo monasterio en Vadstena, al lado mismo de la famosa “Iglesia Azul” (Blakyrka), la primera de la Orden brigidina.
Los escritos de nuestra Santa constituyen la obra capital de la literatura sueca medieval. El conjunto más importante lo forman las Revelaciones, en ocho libros, recogidas y ordenadas (aunque no muy sistemáticamente) por Alfonso de Vadaterra, y las llamadas Revelaciones extravagantes, no incluidas en la recensión hecha por el obispo de Jaén y recopiladas más tarde por Pedro de Alvastra; hay que añadir además la Regla del Santísimo Salvador y el Sermón angélico sobre la excelencia de la Virgen. Santa Brígida sabía y hablaba latín, pero su obra era dictada en sueco a sus secretarios (los dos Pedros), que la iban poniendo en latín; no en un latín con pretensiones clásicas, sino en el latín que era la lengua de la conversación de los hombres cultos de su siglo, es decir, la verdadera lengua europea de la época. El estar en latín fue sin duda un factor que contribuyó decisivamente a favorecer la difusión de los escritos brigidinos, sobre todo de las Revelaciones, que conocieron nada menos que nueve ediciones en menos de doscientos años. Las Revelaciones de Santa Brígida fueron, sin embargo, discutidas desde muy pronto, siendo eficazmente defendidas en el concilio de Basilea (1436) por el dominico, y más tarde cardenal, Juan de Torquemada, quien al mismo tiempo hizo un detenido estudio de las mismas y las clasificó en tres tipos: corporales, espirituales e intelectuales. Estas revelaciones fueron un mensaje que Santa Brígida debía llevar al mundo; el Señor le había dicho: “No hablo por ti sola, sino por la salvación de todos los cristianos”. Pero fueron también las revelaciones que iba recibiendo las que determinaban la actuación de Santa Brígida a lo largo de su vida.
Ya a los siete años se le apareció la Virgen María ofreciéndole una corona de espinas: “Ven y acércate, Brígida”, le dijo. “¿Quieres esta corona?” “Sí”, contestó nuestra Santa. Una corona blanca sobre la toca sería después el distintivo más característico del hábito brigidino. A los diez años se le apareció Cristo en la cruz, diciéndole: “Mira cómo estoy herido”. “¿Quién te ha hecho eso, Señor?” “Los que me desprecian y se olvidan de mi amor me han hecho esto”, le dijo el Señor. Pocos años más tarde se le apareció un diablo pestilente, que le dijo: “Nada puedo sin permiso del Crucificado”. Todo ello determinaría la profunda devoción de Santa Brígida a Cristo crucificado. Obedeciendo a revelaciones recibidas hizo el viaje a Roma y allí permaneció esperando durante poco menos de veinticinco años el definitivo regresó del Papa; y por el mismo motivo tuvo siempre fe en el triunfo de su obra, es decir, en la definitiva aprobación de la Orden del Santísimo Salvador, cuya Regla había escrito nuestra Santa también por inspiración divina.
Santa Brígida tuvo también revelaciones sobre diversos acontecimientos: por una revelación divina supo, estando en Roma, al mismo tiempo de tener lugar en Suecia, la muerte de su yerno; y predijó también, para tan pronto como hubiese regresado a Aviñón; la muerte del papa Urbano V, quien, a pesar de las insistentes súplicas de la Santa para que no lo hiciera, no quiso quedarse en Roma cuando vino allí en 1367. “Por la gracia del Espíritu Santo -podemos leer en las Revelaciones extravagantes- tuvo este gran don la esposa de Cristo: que cuantas veces se le acercaban personas llenas de espíritu inmundo y soberbio, en seguida sentía un hedor tan grande y tenía en su boca un sabor tan amargo que apenas podía soportarlo”. Otros muchos hechos milagrosos se cuentan de nuestra Santa, gran número de los cuales están recogidos en el Libro de los milagros de Santa Brígida de Suecia, pero ¿qué mayor milagro que el de la fundación y pervivencia de la Orden del Santísimo Salvador, fundada en medio de dificultades humanamente invencibles y perenne a pesar de las persecuciones de que ha sido objeto en Europa?
Los escritos de Santa Brígida, y en particular sus Revelaciones, nos permiten conocer muy bien su mundo de ideas y pensamientos, sus ideales, su carácter y hasta el desenvolvimiento de su propia espiritualidad. En ellos queda reflejado: su gozo ante la obediencia (“La virginidad merece la corona-dice-, la viudedad acerca a Dios, el matrimonio no excluye del cielo; pero lo que lleva a la gloria es la obediencia”); su devoción a la humanidad de Cristo (a la pasión sobre todo), a la Eucaristía (Santa Brígida comulgaba los domingos y días de fiesta, lo que entonces se consideraba comunión muy frecuente), al Corazón de Jesús (“Cosa digna es -dice la Santa- que tu invicto Corazón, ¡oh Jesús!, sea siempre magnificado en el cielo y en la tierra e incesantemente alabado”) y a la Santísima Virgen (en los escritos brigidinos se puede espigar una serie de afirmaciones que constituyen todo un tratado de mariología). También nos es dado seguir en ellos la lucha que, para conseguir una mayor perfección y llegar a la verdadera humildad, hubo de sostener contra diversas clases de tentaciones: tentaciones de orgullo y sensualidad; tentaciones contra la fe; sentimiento de verse abandonada por el Padre celestial y de considerarse, a veces, incapaz de orar. Pero también podemos ver allí su voluntad inquebrantable, su gusto siempre creciente por la austeridad, su deseo ferviente de apostolado, su afán de reformar las costumbres. Realmente es sombrío el cuadro que Santa Brígida traza en sus escritos al describir el estado de la cristiandad de su época; a laicos, Ordenes religiosas, presbíteros, obispos y papas: a todos llama a penitencia. Si no siempre tuvo éxito, consiguió muchas veces lo que se proponía. A su esposo, lo atrajo a una vida más piadosa; a su hija Catalina, la hizo entrar en el círculo de su actividad de fundación y santificación, y lo mismo sucedió con otras personas que con ella entraban en contacto. Por su carácter práctico y activo, por sus rasgos de simplificación espiritual, por su constante tendencia a la austeridad, se la ha considerado (sobre todo en su país) como una precursora de la Reforma; pero ésos son más bien rasgos de una auténtica reformadora hondamente católica, como lo prueba además su devoción a la Eucaristía y a la Santísima Virgen. Mujer de carácter complejo y gran coraje, fue una infatigable luchadora, y (como ella misma nos dice). “la mensajera de un gran Señor”. Por eso Santa Brígida mereció que su muy amado Crucificado le dijera poco antes de morir: “Yo he hecho contigo como suele hacer el esposo, que se esconde de su esposa para ser de ella más ardientemente deseado. Así Yo no te he visitado con consuelos en este tiempo pasado porque era el tiempo de tu prueba. Pero ahora, una vez ya probada, ven a Mí”.
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