Mediaba el siglo XIX en la Inglaterra Victoriana: el imperio británico gobernaba o ejercía influencia sobre gran parte de la tierra. Brillantes inteligencias adornaban la sociedad británica. Conocido por todos, J. H. Newman fue uno de los protagonistas esenciales de su tiempo.
El profesor de Oxford, fellow de Oriel College, pastor anglicano e intelectual de reconocido prestigio, inició en 1830, unido a algunos colegas y amigos, un movimiento de renovación de la Iglesia de Inglaterra. Lo llamaron la via media. Buscaban el modo de comprender su fe cristiana en la máxima fidelidad a Cristo, frente a la creciente influencia de doctrinas protestantes que venían, como oleadas, del continente.
El transcurso de ese decenio fue definitivo para su vida. En 1840 Newman se retira a una localidad próxima a Oxford y abandona la enseñanza. Duda: ha comenzado a pensar que para ser de verdad fiel a la doctrina de Cristo es necesario hacerse católico romano. La sola idea de caer bajo la obediencia de Roma le horroriza. Durante cinco años, Newman lucha a brazo partido por conocer sinceramente la verdad. En 1845 consumó su paso a la Iglesia católica. La conmoción que sacudió Inglaterra es difícil de describir: era un personaje demasiado bien conocido cuyo prestigio trascendía a todos los ambientes.
El cambio no fue sencillo, pero el Beato logró llevar calladamente los pesares que le produjo. Sin embargo, un artículo infamante aparecido en un periódico de gran tirada le calificaba como un mentiroso y calumniador. Ya no era posible guardar silencio. Para un inglés tal acusación era intolerable porque atentaba muy directamente contra su honor. Además, no sabía quién era su acusador, que había dejado su firma mediante dos sencillas iniciales: C.K.
Se propuso responderle, si bien su sorpresa fue mayúscula cuando, en un segundo ataque, por fin se descubrió la identidad del autor: Charles Kingsley, nada menos que el capellán de la reina, ¡uno de los personajes más importantes de la Inglaterra victoriana!
Newman no se arredró. Su palabra estaba en juego. Semanalmente, junto con el periódico, publicó en 1864 unas páginas donde el converso explicaba la historia de sus ideas religiosas. En los quioscos se quitaban el cotidiano de las manos: todo el mundo lo leía. Quería defenderse de las mentiras que se habían vertido sobre él, y consideró que lo más oportuno era explicar cómo había llegado al convencimiento de la necesidad de hacerse católico romano.
Todo ese conjunto de «separables» fue reunido luego en una obra: la Apologia pro vita sua, título inspirado en otro de san Atanasio: Apologia pro fuga sua. En ambos casos el propósito era idéntico: defenderse a sí mismo.
Comienza su Apologia de un modo maravilloso. Mi secreto es para mí, afirma citando al profeta Isaías. La obra de Dios en mi vida –prosigue con parecidas palabras– es un secreto que debo guardar en mi corazón y que es garantía de mi intimidad con Dios. Tengo algo que no puedo contar a nadie: cómo Dios me llamó para sí, me quiso suyo, me mostró la verdad y me persuadió desde lo más íntimo de mi corazón. Las circunstancias, no obstante, me obligan a contar al menos parte de mi secreto escondido…
El del beato Newman era un corazón enamorado de Dios, capaz de guardar secretos de intimidad amorosa con Él. Es natural: los enamorados no cuentan en la plaza lo que secretamente hablaron en sus paseos de atardecer. Sería como vaciarse.
El ataque furibundo e injusto de Charles Kingsley obligó a Newman a, de algún modo, hacer público su secreto. Lo hizo, sin embargo, con discreción.
En la Apologia nos cuenta cómo aprendió diversas virtudes de sus maestros: la amistad con tal pastor anglicano, la lectura de uno u otro autor, la influencia decisiva de determinadas relaciones, la importancia de sus grandes inquietudes intelectuales… poco a poco, repasa lo que de algún modo es la historia que Dios tenía preparada para él y que se había tejido silenciosamente en su alma para conformar un bellísimo cuadro final: John Henry Newman, sacerdote católico.
La Apologia y las Confesiones de san Agustín son consideradas como las dos autobiografías cristianas más importantes de la historia. Es incalculable el bien que ambas han causado en los corazones de sus lectores.
Fulgencio Espá
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