En la Carta a los Efesios San Pablo parte de los planes eternos de Dios para ayudar a los creyentes a profundizar en el misterio de Cristo y, en conformidad con la lógica de la Encarnación, no se olvida de dar consejos concretos sobre el comportamiento de los cristianos. Nuestra vida viene de Dios, pero Dios no está lejos; es un Dios cercano, que nos sale al encuentro en la cotidianidad de nuestras vidas.
La fe ilumina la existencia, proyecta su luz sobre las realidades humanas para esclarecerlas, purificarlas y elevarlas. Con una formulación que desagradaría profundamente a Nietzsche, que no veía en ello más que una “moral de esclavos”, negadora de la vida, San Pablo dice: “Sed sumisos unos a otros en el temor de Cristo” (Ef 5,21). Pero la sumisión paulina no es la esclavitud atisbada por Nietzsche.
El modelo moral, para un cristiano, es Cristo. Y Cristo no ha negado la vida, sino que la ha afirmado, aunque el camino que conduce a la vida, a la auténtica vida, resulte para unos ojos descreídos un tanto paradójico: “Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8,35). Perder y ganar. No se pueden entender estas palabras desde la dialéctica del amo y del esclavo, sino desde el modelo de un Dios que se hizo hombre para reconciliar a los hombres con Dios y para que los hombres, finalmente, por gracia, pudiesen ser semejantes a Dios.
El cristianismo, decía Benedicto XVI, no es un no. Es un sí: “El cristianismo, el catolicismo, no es un cúmulo de prohibiciones, sino una opción positiva. Y es muy importante que esto se vea nuevamente, ya que hoy esta conciencia ha desaparecido casi completamente”, comentaba en 2006 en una conversación con periodistas alemanes. El “no” está siempre a favor de un “sí” mayor. Aquí reside la clave de la aparente paradoja de Cristo, en la que la Resurrección triunfa sobre la muerte asumiendo la muerte.
“Sed sumisos unos a otros”, pero no de cualquier modo, sino “en el temor de Cristo”. No cabe un planteamiento más igualitario que el que brota de reconocer a un Señor común que no nos esclaviza, sino que, pasando por encima de cualquier convencionalismo, nos otorga una nueva dignidad, la de los hijos de Dios: “No hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál 3, 28).
No es posible aislar de estas referencias las observaciones que San Pablo hace sobre el comportamiento de los esposos. Lo que Dios ha querido para Adán y Eva, para el hombre y la mujer unidos en matrimonio, encuentra su cumplimiento perfecto en la unión entre Cristo y la Iglesia.
Juan Pablo II, comentando Efesios 5,22, insiste en la “novedad evangélica”: “mientras que en la relación Cristo-Iglesia la sumisión es sólo de la Iglesia, en la relación marido-mujer la «sumisión» no es unilateral, sino recíproca. En relación a lo «antiguo», esto es evidentemente «nuevo»: es la novedad evangélica” (Mulieris dignitatem, 24).
Y añade: “Todas las razones en favor de la «sumisión» de la mujer al hombre en el matrimonio se deben interpretar en el sentido de una sumisión recíproca de ambos en el «temor de Cristo». La medida de un verdadero amor esponsal encuentra su fuente más profunda en Cristo, que es el Esposo de la Iglesia, su Esposa”.
El cristiano, al exponer el contenido de su fe, no debe temer el “escándalo” del mundo. Porque lo novedoso, lo que proviene de Dios, escandaliza con frecuencia, como escandalizan la Encarnación y la Cruz y la Resurrección. Pero esta valentía no puede separarse de un gran sentido de responsabilidad.
Siempre debemos preguntarnos, a la hora de comunicar la fe, si nuestra fe personal tiene por norma la fe de la Iglesia, contenida en la Escritura unida a la Tradición e interpretada con autoridad por el magisterio. Tampoco podemos olvidar la “responsabilidad social” de dar razón de la fe a quien lo pidiere, siempre con mansedumbre y respeto (cf 1 Pe 3,15; Porta fidei, 10).
Con libertad. Sin dejarnos intimidar. Y con delicadeza para que, si nos calumnian, “queden en ridículo los que atentan contra vuestra buena conducta en Cristo” (1 Pe 3,16).
Guillermo Juan Morado.
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