Esta mañana he celebrado la misa de las 11.30 h., en la que suele darse una mayor afluencia de familias y niños de catequesis. Hago esta introducción para que comprendan el tono de la homilía.
Inicio de curso. Vuelta a la normalidad con mochilas y zapatillas recién estrenados. Nos hemos reunido un domingo más en el templo parroquial con la alegría y la certeza de saber, así lo hemos escuchado en el evangelio, que Cristo está entre nosotros, y que está para regalarnos como siempre su palabra y su vida en los sacramentos. Ojalá hoy y siempre escuchemos la voz del Señor.
En este domingo Jesús nos ha querido hablar de amistad y de comunidad cristiana. ¡Qué grande eso de ser familia de hijos de Dios, de ser comunidad, de ser familia! Me pregunto para qué somos familia, por qué somos familia. Y solo hay una respuesta: Somos familia para que juntos seamos santos, para avanzar juntos en el camino de la santidad. Para eso dejó el Señor su Iglesia: como camino de santidad para todos.
Dos preguntas me hago en este momento. En primer lugar, cuál es el camino de la santidad. Es un camino de amor que explica la segunda lectura: amar es cumplir todos los mandamientos. Por tanto, seremos santos en la medida en que nos ayudemos a cumplir los mandatos de Dios. Esa será nuestra tarea en este curso. Ser santos. Ayudarnos a ser santos. Ya sé que nos cuesta, por eso yo te ayudo, tú me ayudas. Esa es la verdadera amistad.
También me pregunto cómo ayudarnos en el camino de la perfección. Muchas veces los niños (y no digamos los mayores) entendemos la amistad como un pasar de todo, taparnos las maldades, colaborar para el mal. Eso lo hacen los falsos amigos.
El evangelio es otra cosa, al punto que por tres veces Jesús nos pide ayudar al que se pierde y se aleja de sus mandatos. Si un compañero se equivoca, se aleja de Dios, deja de estudiar, pelea, insulta… obligación nuestra es advertirle para que vuelva al buen camino. Si no hace caso, mejor se lo decimos dos o tres: “mira, que todos lo vemos, que te equivocas, que eso no puede ser…”. Y si tampoco hace caso, a la comunidad, que en el caso de los pequeños sería ponerlo en conocimiento de padres o educadores. Si tampoco… deja esa amistad, que no es para ti. Amigo bueno el que ayuda a ser santo. Amigo malo el que se despreocupa de todo.
No se me despisten los mayores, que han de caer en la cuenta de algo muy grave y que deben comprender sobre todo los adultos, aunque los niños ya lo han entendido. Quiero que recuerden la primera lectura: “Si yo digo al malvado: “¡Malvado, eres reo de muerte!", y tú no hablas, poniendo en guardia al malvado para que cambie de conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre”.
Se lo digo porque uno de los tics del católico de hoy, quizá incluso fomentado por los pastores desde una mal entendida buena voluntad, es eso de decir que tenemos que comprender, aceptar y tolerar. Error. Grave error. No es eso lo que dice la Escritura.
Ante el pecado “de muerte”, el de toda la vida llamado pecado mortal, nunca es aceptable la respuesta de qué vas a decir, cada cual sabrá. Si así actuamos, ese pecado pesará en nuestra conciencia. Esto es serio. Ante el pecado grave del hermano toca decir, señalar con testigos, actuar. Si a pesar de ello persiste en el error, es reo de muerte. Pero habremos salvado la vida.
Ser comunidad, grandes y chicos, para ayudarnos a ser santos. Y en ese camino de ser santos, toca rezar mucho los unos por los otros.
Por cierto, una última cosa dedicada especialmente a los padres. Yo sé que ustedes trabajan como animales por su familia, que se dejan el pellejo por los suyos, que todo sacrificio es poco por sus hijos, pero ¿se acuerdan de rezar como esposos por ellos?
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