Hoy algunas webs católicas han anunciado este titular o similares: Un grupo de 68 intelectuales católicos se adelanta a los cardenales con una Corrección Formal al Papa por Amoris Laetitia.
Un pequeño comentario a ese titular: algunos de esos intelectuales son párrocos. No tengo nada contra los párrocos. Yo mismo ejercí la suprema autoridad intraparroquial durante muchos años. (Y con notable acierto, a mi entender.) Pero, en fin, que algunos de esos párrocos sólo los conocen sus feligreses en su islita cerca de la costa irlandesa o los rancheros próximos a su parroquia texana.
Ojo, que con esto no quiero decir que uno de ellos no sea otro John Henry Newman y el otro un nuevo san Isidoro de Sevilla. Pero, hoy por hoy, sus firmas no han hecho que vacile el suelo bajo mis pies.
Por un momento, al leer el titular, sentí que the ground faded away from under my feet. Mas al leer las firmas de varios frailes que no habían llegado ni a subpriores, recobré el resuello teológico.
Lo primero de todo que sorprende es que no hay ningún teólogo de primera categoría, tampoco veo a Galat entre los firmantes. Constato que sólo han firmado la carta unos pocos profesores y varios curas y frailes. Lamento decirlo, pero es así. Ojo, que de ningún modo quiero ofenderlos. Que ser profesor emérito de latín en la facultad de Hu-kun-kuncu es algo muy noble. Y me parece enternecedor que ese viejecito y otros colegas suyos hayan decidido salvar a la Iglesia, dado que la Iglesia no se da cuenta: “¡es que no se dan cuenta!, no, no, ¡no se dan cuenta!”.
Perdonad que mi comentario sea jocoso, pero cómo tomarme el hecho de que entre 400.000 sacerdotes sólo hayan conseguido (después de innumerables esfuerzos) lograr ese puñado de nombres. La carta de esta manera es más bien la prueba de que su contenido sólo cuenta con el respaldo de una minoría. Y encima se han dejado a Galat. Pues sí, en este caso respaldo al intrépido nonagenario. Después de todo lo que ha hecho...
Los firmantes aseguran que se trata de una corrección filial. Pero, en realidad, se trata de una reprimenda arrabiata hecha del modo más público posible. Si yo soy Papa y llego a ser un poco débil y sensible, hubiera sentido un indudable impulso a arrojarme por el balcón de la fachada de san Pedro. Impulso, por supuesto, resistido. Pero, aun resistiendo, al menos, hubiera dejado la carta empapada de lágrimas. Sus argumentos hubieran quedado borrosos por el llanto pontificio.
Si yo fuera el Papa, les invitaría a un té con tarta selva negra en el marco incomparable de la sala marmórea de Pio XII (The Young Pope) bajo los frescos (totalmente ortodoxos) de Benedicto XVII. Atronados por la estética neoconservadora del espacio, intoxicados por los pastelillos de crema chantillí y fresas, los firmantes hubieran acabado por ceder. Al menos, los pobres curas diocesanos, sí. (El sencillo cura diocesano suele quedar obnuvilado ante los despliegues de poderío jerarárquico agasajador. Yo mismo, lamentablemente, he cedido ante esos despliegues muchas veces.) Pero no sólo por bondad sencilla hubieran cedido, sino también porque hubieran comprendido que Amoris Laetitia ha de ser entendida en el marco de esos palacios renacentistas y bajo la férrea, pero comprensiva, estela teológica de Alejandro VI.
Publicar un comentario