«Fue en 1550, el mismo año en que el español había alcanzado el cénit de su gloria. Probablemente nunca, ni antes ni después, ordenó como entonces un poderoso emperador la suspensión de sus conquistas para que se decidiera si eran justas» (Lewis Hanke).
«La Controversia fue esencialmente un examen de conciencia religioso preparado por orden de un monarca (…). Un caso único en la historia» (Jean Dumont).
Para quien no adhiera al mito rousseauniano del “buen salvaje”, es común que piense que, cada tanto, el hombre peca; es decir, yerra, se equivoca. Esta era la visión (la cosmovisión) de la época que intentaremos reseñar aquí; una cosmovisión cristiana que analizaba sus actos independientemente de los resultados. Porque entonces, la ley natural y la ley divina aún existían; no habían sido derogadas por la modernidad ni pasadas al arcón de las prescripciones
De todo esto se trató la famosa Controversia de Valladolid, a saber, de un planteo moral y de conciencia sobre lo que se estaba realizando -por entonces- en las lejanas Indias occidentales. Y no será Inglaterra, ni Holanda, ni Francia, ni Portugal, quienes se plateen la legitimidad de las conquistas, sino España y el mismísimo emperador Carlos V, futuro monje de Yuste.
Para comenzar el análisis, conviene tener en cuenta que, a diferencia de lo que habitualmente se cree, la conquista de América fue una empresa llena de emprendimientos particulares, de aventureros y de hombres osados; no todos eran evangelizadores ni misioneros, ni hombres de “Iglesia”, como lo plantea Vicente Sierra con gran realismo:
“El hombre, para subsistir, necesita de un medio económico. ¡Quién lo duda! Creer que los Conquistadores dejaban su patria, corriendo el riesgo de una navegación en la que las naves que llegaban eran casi tantas como las que se perdían, para internarse en lo desconocido -¡y lo que era ese desconocido cuando se trataba de las selvas amazónicas, las punas chilenas o las fragosidades de Santa Marta!- (…) conducidos sólo por afanes espirituales, sería caer en torpeza”[1].
América fue “cosa de laicos”, digamos; y era natural que fuera así: era la tierra de las posibilidades y de las novedades. En las tierras recién descubiertas se necesitaban hombres, y hombres que quisieran poner el hombro para la empresa[2].
“Este fue el caso de la conquista de Chile por Valdivia en 1550; el caso de la conquista de México por Cortés a partir de 1519, sin haber recibido esta misión ni pedido autorización, sin ninguna ayuda del aparato militar nacional. Su compañero Bernal Díaz del Castillo lo recuerda en su crónica de esta conquista: «México se descubrió a nuestro cargo, sin que Su Majestad tuviera conocimiento de ello»”[3].
De hecho, el conjunto de la nación española -para llamarla hoy de esa forma-apenas participó al inicio de la empresa conquistadora. Es más: si se contase la gente que, oficial o extra-oficialmente, pasaba de España a América, antes de los primeros cincuenta años del descubrimiento, apenas tendríamos, según Dumont, “una centena de personas por año para toda España. Una miseria. Una nadería (…). En el debate sobre la cuestión americana la sociedad española, de hecho, no se comprometió. Para esta quintaesencia de Europa, altamente civilizada y desarrollada, que se abría directamente a los más ricos territorios europeos, que sin ser españoles eran suyos, América no era sino un débil espejismo lejano, espejismo que se sabía sobre todo miserable y carente de interés. Es preciso ser conscientes de ello: América no interesaba apenas a los españoles de la época”[4].
Y uno podrá preguntarse: “¿Por qué apenas interesaba?; ¿acaso no había noticias de ciertas riquezas del nuevo continente?”. No; de hecho, al inicio, no, pues pasarán un par de décadas antes de que comiencen a encontrarse las primeras minas de oro y plata.
El hecho de que apenas Las Indias interesase a los españoles se ve claramente en el segundo viaje de Colón, quien aun ostentando el cargo de Almirante, tendrá enormes dificultades para conseguir tripulantes en su aventura (máxime cuando los tripulantes de la segunda expedición, narraron a su regreso la matanza sufrida por parte de los indios[5] a quienes se habían quedado como guardia del Fuerte Navidad en “La Española”).
Sea como fuere y aunque muchos de los viajes a las Indias fuesen a título privado, lo que sucedía allí, recaía bajo la responsabilidad de España a raíz de la donación papal de los primeros años; era el Sumo Pontífice quien así lo había dispuesto, pues “el Papa recibía el reconocimiento general de los soberanos cristianos de la época como dispensador de la soberanía temporal sobre territorios infieles en los que no estaba establecida por ningún derecho anterior, a título de lo que los canonistas llamaban su «jurisdicción inmediata y universal»”[6].
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Los indios y su situación jurídica a la muerte de Isabel
Creemos que, si ha existido un gobernante más vapuleado en la historia con enorme injusticia, ese ha sido la reina Isabel. Fue la esposa de Fernando de Aragón, la gran defensora de los indios, una sin par en este sentido, como lo demuestra en su famoso Testamento:
“Cuando nos fueron concedidas por la Santa Sede Apostólica las islas y Tierra Firme del mar Océano, descubierto y por descubrir, nuestra principal intención fue, al tiempo que lo suplicamos al Papa Alejandro VI, de buena memoria, que nos hizo la dicha concesión, de procurar inducir y traer los pueblos de ellas, y los convertir a nuestra Santa Fe Católica, enviar a su dicha personas doctas y temerosas de Dios, para instruir los vecinos y moradores de ellas a la Fe Católica, y los doctrinar y enseñar buenas costumbres, poner en ello la diligencia debida, según más largamente en las letras de dicha concesión se contiene. Suplico al Rey mi señor muy afectuosamente, y encargo y mando a la Princesa mi hija, y al Príncipe su marido que así lo hagan y cumplan, y que este sea su principal fin y en ello pongan mucha diligencia, y no consientan ni den lugar a que los indios, vecinos y moradores de las dichas Indias y Tierra Firme, ganadas y por ganar, reciban agravio alguno en sus personas y bienes; mas manden que sean bien y justamente tratados; y, si algún agravio han recibido, lo remedien y provean, de manera que no se exceda alguna cosa de lo que por las Letras Apostólicas de la dicha concesión nos es mandado”[7].
Estas eran las palabras de la gran reina castellana y esta era su voluntad, la voluntad de España; sin embargo, poco tiempo después de su muerte, los habitantes del Nuevo Mundo quedarían un tanto desamparados y sin su abogada; y el peligro crecería proporcionalmente con las riquezas que allí se encontraban.
Pero Isabel no sería la única en reaccionar; hubo otros hombres, principalmente “de Iglesia”, que levantarán en alto la voz ante los mismos; este era el caso del dominico Montesinos, quien ya en 1511 denunciaba sin tapujos en sus sermones[8]:
“Estos [Indios] ¿no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos? Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a aquestos Indios? […] ¿Cómo los tenéis tan apresos y fatigados, sin dalles de comer ni curarlos en sus enfermedades, que, de los excesivos trabajos que les dais, incurren y se os mueren, y, por mejor decir, los matáis por sacar y adquirir oro, cada día? (…). Debéis saber que manteniendo oprimidos y fatigados a estos indios no podréis alcanzar la salvación de vuestra alma, ni nosotros podremos absolveros en confesión más que a los criminales que asaltan y matan por los caminos”[9].
Como vemos, el maltrato de algunos respecto de los indios (vasallos libres de la corona), era reprobable; y se reprobaba. Montesinos encenderá la mecha que humeará durante gran parte de los primeros años y será la que, cuarenta años después, motivará la Controversia de Valladolid: “Los reyes de España ¿han recibido sobre las Indias el poder de un gobierno despótico? Los que utilizan a los indios como esclavos, ¿no están obligados a restitución?”. Estas dos preguntas calarían hondo en el alma del nieto de la reina Isabel.
El ambiente comenzaba a caldearse, al punto que, en 1513, el mismo Fernando el católico, se vería obligado a tomar riendas en el asunto. Fueron entonces las suspicacias, las críticas y la distancia –factor importante al momento de recibir las noticias- el motivo que llevó al dictado de una legislación reguladora para Indias, naciendo así las famosas Leyes de Burgos, donde, amén de regular el modo de conquistar, se legisló sobre lo que había comenzado a ser un hecho consumado: la encomienda.
La corona “encomendaba” a determinados españoles, un número determinado de indios con el fin de civilizarlos y acristianarlos, tratándolos como a “personas libres, como lo son, y no como siervos”[10], al mismo tiempo en que se les debía proporcionar alimentación y salario, a cambio de trabajo.
Valga anotar aquí, como lo hace Dumont, algunos puntos al respecto de esta denostada institución:
“¿Quedaban los indios despojados de sus tierras e instituciones en las encomiendas, como se repite de forma casi generalizada siguiendo los prejuicios lascasianos? En absoluto (…). La propiedad india, a la cual los encomenderos no tenían ningún derecho y que era necesaria para permitir el pago del tributo, cubría prácticamente todo el territorio de las encomiendas. Además, en ella conservaban los indios sus propias instituciones comunitarias: caciques hereditarios, «principales» (nobles), municipios y «cajas de comunidad». Sí habrá desposesión y alienación de los indios (…) pero eso ocurrirá tras la desaparición de las encomiendas, en lo que desde entonces se llaman «haciendas» de los nuevos dueños de América una vez independientes de España, liberales, jacobinos y laicistas del siglo XIX”[11].
Fernando el católico ordenaba específicamente (Ley 24) que nadie osara “dar de bastonazos o latigazos a un indio, ni llamarle ‘perro’ ni por ningún otro nombre, si no es el suyo propio”. Las cargas de transporte excesivas estaban prohibidas. Su trabajo en las minas no debía sobrepasar los cinco meses, seguidos de un reposo de cuarenta días y “a las mujeres embarazadas no debía imponérseles ningún trabajo”[12].
Al parecer, todo estaba arreglado…; las Leyes en vigencia debían obedecerse y nada más. Pero el hombre es ese Prometeo que siempre intenta liberarse de las ataduras; las críticas se sucedían a pesar de la legislación y, a las protestas de Montesinos, se unirían las del padre Córdoba, prior de su convento en Santo Domingo:
“Que Vuestra Majestad les mande dejar [los Indios], que mucho mejor es que ellos solos se vayan al infierno, como antes, que no que los nuestros y ellos”[13].
Fernando, luego de oír las nuevas voces, “ordenó al padre, como rey y vicario apostólico de las Indias, que ‘se encargara él mismo de remediar el mal’” a lo que el religioso respondió: “Señor, no es mi profesión ocuparme de asuntos tan arduos. Suplico a Vuestra Alteza que no me lo ordene”.
Es que el hombre es pronto a criticar, pero lento para poner el pellejo (lo mismo hará Las Casas con Carlos V cuando, en 1518, éste le plantease lo mismo: denunciar un problema sí, solucionarlo no). El católico rey don Fernando afinará aún más el lápiz y dictará, el 28 de Julio de 1513 las Leyes de Valladolid (tomemos nota: apenas veinte años después de la conquista, ya España se ocupaba de los abusos denunciados), donde se decía que:
“1) No debía obligarse a las mujeres indias casadas a trabajar en las minas con sus maridos, ni en ningún otro lugar, salvo en sus tierras o en las tierras de los españoles, a condición de que recibiesen, en este último caso, el salario correspondiente. Quedaba confirmado que ningún trabajo podía imponérseles caso de que estuviesen encintas; 2) No se podía imponer ningún trabajo a los jóvenes indios e indias de menos de catorce años, salvo pequeñas tareas como arrancar las malas hierbas en la tierras de sus padres; 3) No podía imponerse a las jóvenes indias solteras trabajo alguno que no fuese sino en las tierras de sus padres o de otros, debiendo recibir en este último caso el salario exigido por sus padres; 4) el trabajo de los indios en las minas quedaba limitado a un total de nueve meses por año, pudiendo dedicar los tres meses restantes a trabajar sus tierras, o las de otros si recibían el salario correspondiente; 5) Debían recibir la libertad plena, fuera de las encomiendas, los indios a los que se consideraba capaces de vivir políticamente en sus propios pueblos”[14].
Es decir, toda una legislación de avanzada para la época (la primera ley que reguló, por ejemplo en Francia, el trabajo de las mujeres y los niños es de 1841, es decir, tres siglos más tarde…).
Pero las dificultades seguirían, pues no bastaba con las leyes.
[1]Vicente D. Sierra, Así se hizo América, Dictio, Buenos Aires 1977, 345.
[2] Cfr. Gabriel Guarda, Los laicos en la cristianización de América. Siglos XV-XIX, Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile 1973, 358 pp.
[3]Jean Dumont, El amanecer de los derechos del hombre, Folia Universitaria, Guadalajara 2003, 24. Nos inspiraremos ampliamente en este excelente trabajo de resumen.
[4]Ibídem, 25-26; las cursivas en las citas, salvo aclaración, son nuestras.
[5] Utilizamos aquí el término “indio” de modo genérico, para referirnos a los nativos.
[6]Jean Dumont, op. cit., 38.
[7] Dicho testamento fue incluido en las Leyes Indias, ley 1º, tít. X, 1 VI.
[8] Decimos “habría” porque tales sermones son citados, cuarenta años después, por fray Bartolomé de Las Casas (hombre poco confiable en lo que a citas se refiere, al punto que García García y Borges y Losada, especialistas en Las Casas, descreen de su autenticidad). Sea como fuere, la crítica parece inobjetable.
[9]Jean Dumont, op. cit., 45; hemos modificado y actualizado la grafía y ortografía, en algunos casos, para hacer más comprensible la lectura.
[10] Silvio Zavala, La encomienda indiana, Junta para Ampliación de Estudios, Centro de Estudios Históricos, Madrid 1935, 4.
[11]Jean Dumont, op. cit., 101.
[13]Carta-Aviso al rey o Parecer de los Dominicos de la Española, colección Codoin-AML, Madrid, 1864-1884, t XI, 243.
[14]Jean Dumont, op. cit., 56-57.
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