Nos conocimos a mediados de agosto, bajo un sol infernal. Llevabas un sombrero gris con una cinta verde alrededor de la copa y una camiseta blanca con gruesas rayas horizontales de color azul. No parecías un mendigo; si acaso, una especie de payaso callejero, sobre todo porque el sombrero te estaba pequeño y se te había posado en lo alto de la cabeza como si hubiera caído del cielo mansamente.
Permanecías inmóvil, en pie, apoyado en una fachada señorial del barrio de Salamanca, tieso como una cariátide. Tenías la mano izquierda en la espalda y la derecha extendida hacia el frente con un vaso de plástico en el que bailaban dos o tres monedas. Te pregunté tu nombre.
—Me llaman Pablo —dijiste—, pero no te fíes demasiado. En la calle se miente mucho. Si me das un euro, te digo la verdad.
Dejé el euro en el vaso y te apresuraste a comprobarlo metiendo tu narizota en el recipiente.
—¡Qué bien huele el dinero! El Papa ha dicho que es el estiércol del diablo, pero me gusta su aroma.
Ya estaba claro que no eras un mendigo corriente. Citabas al Papa y te expresabas con precisión aunque con un tono algo arrogante y provocador.
—¿Asturiano? —aventuré—.
—Sí, o a lo mejor no; mentimos mucho en este barrio.
—¿Y por qué tendrías que mentirme?
—Los ricos mienten, y yo quiero ser rico. Si me invitas a una cerveza, te lo cuento.
Nos sentamos en la terraza de un bar que había a pocos metros. El camarero te llamó "Antón", pero yo me hice el sordo; me interesaba más tu historia que tu verdadero nombre. Y comenzaste sin más preámbulos:
—Soy de Vigo y he trabajado 25 años en la mar.
Ya sin freno, te remontaste hasta tu primera novia, Mari Cruz:
—Me divorcié de ella antes de casarme. Mi segunda novia fue la cerveza, y ésta no me abandona. Yo la engaño con la ginebra, y a veces con el güisqui; pero le da igual. Soy alcohólico a mucha honra y no pido en la calle para comer, sino para beber. Un pijo de Serrano me trae un porro de vez en cuando y lo fumamos a medias.
Hablabas a borbotones, sin orden ni concierto. Yo casi había perdido el hilo cuando me dijiste que querías ir al Cielo.
—Mi colega, el del porro, dice que no existe, pero yo lo he visto en el mar cuando se pone el sol…
Te quedaste callado unos segundos. Luego añadiste:
—El Papa dice que los ricos lo tienen muy difícil, pero a los pobres y a los borrachos nos llevarán los ángeles al Cielo.
Yo también intervine en la conversación y quiero suponer que mis palabras te ayudaron a buscar el mejor camino para que los ángeles pudieran llevarte a un Cielo aún más grande y perfecto que el que incendia el océano al atardecer.
Quedamos en vernos de nuevo "en octubre, cuando pase el calor". Habíamos interrumpido nuestra charla porque te dio una llorera regular y más de una lágrima cayó en el fondo de la jarra de cerveza vacía. Los de las mesas vecinas nos miraban alarmados, y el camarero se acercó solícito:
—¿Estás bien, Antón?
—No pasa nada —respondí yo—. ¿Cuánto debemos?
Levantaste la cabeza como un resorte y te dirigiste al camarero:
—Esto lo pago yo. Apúntalo en mi cuenta, Pepe.
—¿Tu cuenta…?
Alguna vez me han acusado de inventar las historias que reproduzco en esta página. Yo suelo defenderme diciendo la verdad: que las anécdotas vienen a mí porque las provoco. Esta vez bastó con preguntarte tu nombre. Ésa suele ser la mejor limosna.
—Pero bueno, ¿te llamas Antón o Pablo?
—¿No te he dicho que aquí mentimos mucho? A Pepe lo tengo engañado.
Pongamos que te llamas Pablo. Tus lágrimas no mentían y como ya ha llegado el otoño, volveremos a encontrarnos muy pronto en la misma esquina.
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