El problema de cualquier discusión entre los de una postura y los de otra es que unos se aferran a razón que indica la objetividad de las leyes, y otros se repiten las razones que llevan a una adaptación pastoral a ciertas situaciones.
Por eso este diálogo resulta muy difícil. A diferencia de otros campos dogmáticos en los que la argumentación se movía en el mismo terreno, justamente esta discusión supone dos paradigmas diversos.
Permítaseme decir que los versículos bíblicos acerca del tema no cierran el tema. Es la tradición la que ha ofrecido una interpretación a esos textos escriturísticos. El problema es que, a mi entender, esa tradición ha demostrado ser no pétrea sino sujeta a evolución. Los siglos (y sé que esta afirmación no es compartida por muchos) han probado que la manera de concretar esos versículos no ha sido inamovible. Ni siquiera la jurisprudencia canónica del siglo XX ha sido inmutable. No puedo dejar de ver el concepto de evolución en la superposición de sentencias, criterios y, finalmente, cánones.
Me parece que nos vemos abocados a que se realicen formidables trabajos de investigación en un sentido y en otro, para ver cómo se decanta el juicio de la Iglesia sin prisa. Aunque reconozco que por el lado de la inmutabilidad ya hay magníficos trabajos académicos y es muy difícil que pueda añadir nada nuevo a la monumental labor ya realizada en los últimos cincuenta años. Es la otra postura la que puede ofrecer argumentos enriquecedores.
Desde luego, el diálogo resulta erizado de dificultades como pocos, porque objetivamente lo es. Odres nuevos y viejos, y vinos que no son exactamente los mismos. Nos debemos a la verdad. Pero mantengamos la discusión en el campo de lo teológico, no en el campo de lo personal.
Post Data: Pero no me arrepiento de mi carta jocosa acerca de los firmantes de la carta de corrección. Era tan graciosa que se excusa a sí misma.
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