–¿Y cómo pudo ser la evangelización de América tan rápida y duradera?
–Por obra del Espíritu Santo, que dio una fe muy profunda a los misioneros, religiosos y laicos; y una gran humildad receptiva a los indios. Un milagro.
–Inmensidad de América y del celo apostólico
Si los misioneros y conquistadores hubieran conocido desde el principio las magnitudes del Nuevo Mundo, es posible que desfallecieran en su intento de evangelizar y civilizar una extensión tan abrumadoramente grande en hombres, tribus, imperios, lenguas y tierras. Pero, obviamente, fueron descubriendo ese mundo inmenso poco a poco.
Los misioneros católicos, comenzando la difusión del Reino de Cristo en América a principios del siglo XVI, evangelizaron unos 11.000 kilómetros, si consideramos la distancia en línea recta que hay desde el norte de México y California hasta el extremo sur de Chile y Argentina. Un empeño apostólico tan enorme, que hizo nacer una veintena de regiones en la fe católica, es simplemente sobrehumano, no tiene explicación natural. Como la primera evangelización de los Apóstoles, ésta sólo pudo realizarse «por obra del Espíritu Santo».
Así se cumplió el mandato de Cristo: «id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre, hasta la consumación del mundo» (Mt 28,19-20). Y así tuvo cumplimiento su profecía: «recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, y seréis mis testigos… hasta los extremos de la tierra» (Hch 1,8).
La fuerza misionera –la fe firmísima, el amor a Dios y a los hombres, es decir, el celo por la gloria de Dios y por la salvación de los hombres, la esperanza contra toda esperanza, la abnegación y la capacidad de cruz– en aquellos hombres es indescriptible. Pero intentaré describirla en esta serie de artículos.
–Evangelización portentosamente rápida
Las esperanzas de aquellos misioneros se cumplieron en las Indias muy rápidamente, sobre todo en México y en Perú, donde muchos pueblos formaban la unidad del impero azteca y del inca. Más tiempo exigió, lógicamente, la evangelización de otras zonas habitadas por cientos de tribus de diferentes lenguas y culturas. Había de hacerse una evangelización una por una. En esta, digamos, segunda extensión misionera es cuando más misioneros fueron mártires.
Adelanto aquí solamente unos cuantos datos significativos sobre los dos imperios:
–Imperio azteca
1487. Solemne inauguración del teocali de Tenochtitlán, pirámide truncada religiosa, en lo que había de ser la ciudad de México, con decenas de miles de sacrificios humanos, seguidos de banquetes rituales antropofágicos.
1520. En Tlaxcala, en una hermosa pila bautismal, fueron bautizados los cuatro señores tlaxcaltecas, que habían de facilitar a Hernán Cortés la entrada de los españoles en México.
1521. Caída de Tenochtitlán, capital mexicana.
1527. Martirio de los tres niños tlaxcaltecas, descrito en 1539 por el franciscano Motolinía (+1569), y que fueron beatificados por Juan Pablo II en 1990. Está anunciada su canonización el 15-X-2017 por el papa Francisco.
1531. El indio Cuauhtlatóhuac, nacido en 1474, es bautizado en 1524 con el nombre de Juan Diego. A los cincuenta años de edad, en 1531, tiene las visiones de la Virgen de Guadalupe, que hacia 1540-1545 son narradas, en lengua náhuatl, en el Nican Mopohua. Fue canonizado en 2002 por Juan Pablo II.
1536. «Yo creo –dice Motolinía– que después que la tierra [de México] se ganó, que fue el año 1521, hasta el tiempo que esto escribo, que es en el año 1536, más de cuatro millones de ánimas [se han bautizado]» (Hª de los Indios de la Nueva España II,2, 208).
Evangelización fulgurante. Y perdurable, hasta el día de hoy.
–Imperio inca
1535. En el antiguo imperio de los incas, Pizarro funda la ciudad de Lima, capital del virreinato del Perú, una ciudad, a pesar de sus revueltas, netamente cristiana.
1600. Cuando Diego de Ocaña la visita en 1600, afirma impresionado: «Es mucho de ver donde ahora sesenta años no se conocía el verdadero Dios y que estén las cosas de la fe católica tan adelante» (A través de la América del Sur cp.18).
Son años en que ya en la ciudad de Lima conviven cinco grandes santos: el arzobispo Santo Toribio de Mogrovejo (+1606), el franciscano San Francisco Solano, que misionaba la zona (+1610), la terciaria dominica Santa Rosa de Lima (+1617), el hermano dominico San Martín de Porres (+1639) –estos dos nativos–, y el hermano dominico San Juan Macías (+1645).
Todo, pues, parece indicar, como dice el franciscano Mendieta, que «los indios estaban dispuestos a recibir la fe católica», sobre todo porque «no tenían fundamento para defender sus idolatrías, y fácilmente las fueron poco a poco dejando» (Hª eclesiástica indiana cp.45).
Evangelización también rápida y perdurable.
Concluimos que cuando Cristo llegó a las Indias en 1492, hace más de cinco siglos, fue recibido pronto y bien.
–El nosotros hispanoamericano
El historiador mexicano Carlos Pereyra (+1942) observó que los hispanos europeos, tratando de reconciliar a los hispanos americanos con sus propios antepasados criollos, defendían la memoria de éstos (La obra de España en América 298). Esa defensa, en todo caso, es necesaria, pues en la América hispana, en los ambientes ilustrados sobre todo, el resentimiento hacia la propia historia ocasiona no pocas veces una conciencia dividida, un elemento morboso en la propia identificación nacional.
Ahora bien, «este resentimiento –escribe Salvador de Madariaga (+1978)– ¿contra quién va? Toma, contra lo españoles. ¿Seguro? Vamos a verlo. Hace veintitantos años, una dama de Lima, apenas presentada, me espetó: “Ustedes los españoles se apresuraron mucho a destruir todo lo Inca”. “Yo, señora, no he destruido nada. Mis antepasados tampoco, porque se quedaron en España. Los que destruyeron lo inca fueron los antepasados de usted”. Se quedó la dama limeña como quien ve visiones. No se le había ocurrido que los conquistadores se habían quedado aquí y eran los padres de los criollos» (Presente y porvenir de Hispanoamérica 60).
–Conocimiento de la propia historia y fidelidad a ella
Cada pueblo encuentra su identidad y su fuerza en la conciencia verdadera de su propia historia, viendo en ella la mano de Dios. Es la verdad la que nos hace libres. En este sentido, Salvador de Madariaga (+1978), meditando sobre la realidad humana del Perú, observa: «El Perú es en su vera esencia mestizo. Sin lo español, no es Perú. Sin lo indio, no es Perú. Quien quita del Perú lo español mata al Perú. Quien quita al Perú lo indio mata al Perú. Ni el uno ni el otro quiere de verdad ser peruano… El Perú tiene que ser indoespañol, hispanoinca» (ib. 59).
Estas verdades elementales, hoy a veces tan ignoradas, son afirmadas con particular acierto por el venezolano Arturo Uslar Pietri (+2001), concretamente en su artículo El «nosotros» hispanoamericano:
«Los descubridores y colonizadores fueron precisamente nuestros más influyentes antepasados culturales y no podemos, sin grave daño a la verdad, considerarlos como gente extraña a nuestro ser actual. Los conquistados y colonizados también forman parte de nosotros [… y] su influencia cultural sigue presente y activa en infinitas formas en nuestra persona. […] La verdad es que todo ese pasado nos pertenece, de todo él, sin exclusión posible, venimos, y que tan sólo por una especie de mutilación ontológica podemos hablar como de cosa ajena de los españoles, los indios y los africanos que formaron la cultura a la que pertenecemos» (23-12-1991).
Un día de éstos acabaremos por descubrir el Mediterráneo. O el Pacífico.
Mucha razón tenía el gran poeta argentino José Hernández (+1886), cuando en el Martín Fierro decía:
«Ansí ninguno se agravie; / no se trata de ofender; / a todo se ha de poner / el nombre con que se llama, / y a naides le quita fama / lo que recibió al nacer».
José María Iraburu, sacerdote
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