Artículo de Catherine L'Ecuyer:
Qué maravilla la de contemplar un niño durmiendo. ¿Por qué será que cuando los vemos así, quisiéramos despertarles, para achucharles y decirles que les queremos todas las veces que no lo hemos hecho? ¡Qué sensación maravillosamente extraña la de querer dormir impacientemente al que está despierto para luego sentir el deseo irresistible de despertarle cuando está apaciguamente durmiendo! Quisiéramos pedir perdón por las formas injustas que han empañado el cristal puro y trasparente de su inocencia. Por haber perdido los nervios, por nuestras miradas duras, por haber desperdiciado momentos con él, por haber deseado que, por fin, se duerma. Así es la dulce culpabilidad que habita permanentemente en el corazón de una madre que ama.
Es un espectáculo, una verdadera orquesta silenciosa, más hermoso que una puesta de sol o que una lluvia de estrellas. El movimiento de los párpados, la respiración entrecortada por repentinas inspiraciones ondas, las manitas cerradas o abiertas. Es la despreocupación y la vulnerabilidad infinita del que tiene frío y no sabe taparse, del que acaba en el suelo sin ni quisiera despertarse. Su naturaleza le susurra misteriosamente que está a salvo, en las pupilas de su madre, de su padre. Perdido en sus sueños, parece que haya conseguido superar las fuerzas de la gravedad volando en el mundo de los dulces sueños. Parece que esté en los brazos de algún ángel. Nos rendimos ante esa divina obra de arte.
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