La escena de un niño que se revuelca por el suelo –en la calle, en una tienda o en el metro–, mientras pega unos gritos de mezzosoprano y reclama un dulce, un juguete o, en definitiva, que se haga su voluntad en algún asunto, pone en aprieto a más de un padre que no sabe qué hacer: si darle un coscorrón –con lo que se arriesga a la desaprobación del público– o satisfacer inmediatamente su capricho con tal de que se calle.
Lo que sí sorprendería, ante la pataleta, es que el padre se acuclille y le pida un abrazo al muchacho. Y asombraría aun más que, como resultado, el chiquillo se calmara. Pero sucede. Al menos es la experiencia de los impulsores de la denominada Disciplina Positiva (DP), una estrategia educativa que no busca tanto premiar el buen comportamiento –en definitiva, valdría la pena portarse mal para que, con solo dejar de hacerlo, ya hubiera una recompensa–, sino que enfatiza en hacer comprender al chico las consecuencias de sus actos y en animarle a adoptar mejores decisiones.
Si el objetivo es modular la conducta del niño, los padres tendrán que enterarse de cómo hacerlo. Para ello hay un conjunto de reglas, esbozadas en la web de la Asociación de Disciplina Positiva, de EE.UU., que van desde la necesidad de mostrarse simultáneamente firme y amable, hasta la de “conectar” emocionalmente con el menor para hacerle experimentar un sentido de responsabilidad: no se trata de decisiones del adulto que él debe obedecer “sí o sí”, sino de reglas lógicas, comprensibles, cuyo cumplimiento los beneficia a ambos.
Aceprensa
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