Las bienaventuranzas – que leemos en el evangelio de la misa de este domingo- descubren la meta de la existencia humana, el fin último de los actos humanos: Dios nos llama a su propia bienaventuranza. Esta vocación se dirige a cada uno personalmente, pero también al conjunto de la Iglesia, pueblo nuevo de los que han acogido la promesa y viven de ella en la fe (Catecismo de la Iglesia).
Las bienaventuranzas son camino hacia la felicidad definitiva, duradera, que abarca a toda la persona. Una felicidad a la que no estamos acostumbrados, pero con la que soñamos y a la que aspiramos todos.
Pero esa felicidad, nos enseña Jesucristo en el Sermón de la Montaña, no se consigue con la mediocridad, el descuido o la falta de ideales, al contrario nos invita a purificar nuestro corazón de sus malvados instintos y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor (Catecismo de la Iglesia).
Los santos han sido felices y han hecho felices a muchos viviendo el espíritu y la letra de las bienaventuranzas.
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