¡Hoy no voy a hablar de Trumpo! Ya lo advierto para que no os quedéis defraudados los que esperabais mi diaria andanada diaria contra los flancos de The Audacious.
Tampoco voy a hablar de Amoris Laetitia. No, señor. Hoy vamos a dejar descansar el magisterio pontificio.
Tampoco hoy voy a hablar de alguna nueva macroliturgia que se me haya ocurrido en uno de mis ocios invernales, muy “propiciois” (suena francés) para este tipo de ocurrencias.
No, hoy sólo os quería decir lo mucho que disfruté cuando tenía 19 años y leí Claudio, el dios. Me metí en la historia completamente, la viví. Después leí Yo, Claudio. Me gustó todavía más. Era una época sin distracciones, no existía Internet, las llamadas telefónicas eran rarísimas: sólo existía el libro. Además, era una época de mi vida con mucho tiempo. Tenía 19 años.
Si uno repasa la lista de los best sellers de aquella época, los años 80, resulta evidente que los libros que más se vendían eran de una calidad altísima. En los escaparates resulta evidente que los mejores libros eran los que más ventas tenían. En una época en que se leía mucho (tampoco se podía hacer otra cosa), el gusto de los lectores era muy exigente. Después vino el triunfo de la literatura más mediocre. El final de este proceso tal vez haya sido el triunfo de Trumpo.
Aunque quien sabe, quizá dentro de quince años veamos el juramento de Calígula Donald Trump.
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