22 de enero.

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Homilía para el III Domingo durante el año A

En la liturgia de hoy el evangelista san Mateo, que nos acompañará durante todo este año litúrgico, presenta el inicio de la misión pública de Cristo. Consiste esencialmente en el anuncio del reino de Dios y en la curación de los enfermos, para demostrar que este reino ya está cerca, más aún, ya ha venido a nosotros. Jesús comienza a predicar en Galilea, la región en la que creció, un territorio de “periferia” con respecto al centro de la nación judía, que es Judea, y en ella, Jerusalén. Pero el profeta Isaías había anunciado que esa tierra, asignada a las tribus de Zabulón y Neftalí, conocería un futuro glorioso: el pueblo que caminaba en tinieblas vería una gran luz (cf. Is 8, 23-9, 1), la luz de Cristo y de su Evangelio (cf. Mt 4, 12-16).

El término “evangelio“, en tiempos de Jesús, lo usaban los emperadores romanos para sus proclamas. Independientemente de su contenido, se definían “buenas nuevas”, es decir, anuncios de salvación, porque el emperador era considerado el señor del mundo, y sus edictos, buenos presagios. Por eso, aplicar esta palabra a la predicación de Jesús asumió un sentido fuertemente crítico, como para decir: Dios, no el emperador, es el Señor del mundo, y el verdadero Evangelio es el de Jesucristo.

La “buena nueva” que Jesús proclama se resume en estas palabras: “El reino de Dios —o reino de los cielos— está cerca” (Mt 4, 17; Mc 1, 15). ¿Qué significa esta expresión? Ciertamente, no indica un reino terreno, delimitado en el espacio y en el tiempo; anuncia que Dios es quien reina, que Dios es el Señor, y que su señorío está presente, es actual, se está realizando.

Cuando Pedro y su hermano Andrés, abandonando cuanto tenían, siguieron a Jesús, incurrían en un riesgo enorme. En sus mismos días, habían venido otros profetas, presentándose como el Mesías, y muchos les habían seguido, simplemente para caer posteriormente en la cuenta de que habían sido inducidos a error y que se habían equivocado. ¡En cierta manera, puede decirse que los discípulos tuvieron suerte! Aquél a quien siguieron era en verdad el Mesías.

Y tal fue la alegría de haber realizado una buena elección que más tarde, recordando el momento de su primera llamada, lo embellecieron. Cada uno de ellos lo narra a su manera, describiendo un contexto diferente. Todos tienden a dar la impresión de que la respuesta fue inmediata y definitiva. En realidad sabemos por el resto del Evangelio, que necesitaron más tiempo y que no abandonaron sus ocupaciones hasta después de la Resurrección. Pero al unir en la lejanía los diversos sucesos en un único episodio, subrayan el punto esencial, que es el poder que tiene el llamado de Dios, una vez que ha sido reconocido y aceptado, de movilizar todas las energías humanas.

Ese modo de llamada de sus discípulos por parte de Jesús es característico del nuevo estilo adoptado por el joven rabino que era Jesús. No reúne a sus discípulos en torno a si como lo hacían determinados rabinos contemporáneos y directores de escuelas. No será un profesor pavoneándose en su cátedra, con una turba ferviente de discípulos a sus pies. Será más bien un rabino itinerante, que viajará constantemente hacia los pobres y los extraviados (diría hoy el Papa Francisco: “a las periferias”). A sus discípulos no les pedirá oídos benévolos o una mirada entusiasta, sino más bien la voluntad de ponerse en camino y de ir ante los demás, el coraje de encontrarse con el otro allí donde se halle, en las fronteras más alejadas. La Evangelización no será un asunto de círculos cerrados reunidos en un conjunto común de creencias en torno a un mismo maestro. Consistirá en salir de uno mismo para ir al encuentro del otro.

Mantenemos demasiado fácilmente la tendencia a identificar la Iglesia con el Reino de Dios. En el Evangelio, Jesús, hace una distinción muy clara entre ambos. Todo ser humano, sin distinción alguna, se ve llamado a entrar en el Reino de Dios. Pero tan sólo un pequeño número se ve llamado a ser, frente al resto del mundo, Sus testigos y testigos de su Mensaje. Todos ellos son Iglesia. Y la misión de la Iglesia no consiste en preocuparse por el número de sus miembros, o tener interés alguno en que vengan todos a llenar sus filas, pero ojo, no podemos renunciar a la misión sin cercenar del evangelio las palabras del mismo cristo: “Hagan discípulos a todas las naciones…”. La misión de la Iglesia consiste en ayudar a todo ser humano a entrar en el reino de Dios. Probablemente la Iglesia seguirá siendo siempre pequeña. El Reino de Dios, a cuyo servicio se halla la Iglesia, ha de ser universal.

Si tenemos en cuenta todo esto, todos los problemas internos de la Iglesia adquieren una importancia mucho más relativa. Los conflictos, que son normales y sanos en todo grupo humano que goce de salud, han existido desde los orígenes. Los Cristianos de Corinto decían: Yo soy de Pedro o soy de Pablo; Yo pertenezco a la Iglesia tradicional o a la Iglesia progresista, al movimiento carismático o al movimiento “Nosotros somos Iglesia”. Pablo les dice: ¡Déjense de estupideces! ¿Han sido bautizados en nombre de Pablo o de Pedro? O ¿es que han muerto por ustedes Pablo o Pedro?

Es Cristo quien ha muerto por nosotros, y nosotros formamos una Iglesia no con vistas a ocuparnos de nuestros problemas internos, sino para dar juntos testimonio de ese mismo Reino de Dios, sean cuales puedan ser nuestros conflictos.

La red en que nos es preciso unir a la humanidad no se basa en nuestras propias filas. Es la red misteriosa del amor misericordioso de Dios para toda persona, sean cuales fueren su color, su raza o sus creencias. Por eso en la Iglesia, participando de ella y no diluyendo ni desconociendo su identidad debemos ser pescadores de hombres.

El Papa emérito Benedcito XVI decía el día que comenzó su ministerio Petrino, 24.IV.2005: “Los Padres han dedicado también un comentario muy particular a esta tarea singular (ser pescador de hombres). Dicen así: para el pez, creado para vivir en el agua, resulta mortal sacarlo del mar. Se le priva de su elemento vital para convertirlo en alimento del hombre. Pero en la misión del pescador de hombres ocurre lo contrario. Los hombres vivimos alienados, en las aguas saladas del sufrimiento y de la muerte; en un mar de oscuridad, sin luz. La red del Evangelio nos rescata de las aguas de la muerte y nos lleva al resplandor de la luz de Dios, en la vida verdadera. Así es, efectivamente: en la misión de pescador de hombres, siguiendo a Cristo, hace falta sacar a los hombres del mar salado por todas las alienaciones y llevarlo a la tierra de la vida, a la luz de Dios. Así es, en verdad: nosotros existimos para enseñar Dios a los hombres. Y únicamente donde se ve a Dios, comienza realmente la vida. Sólo cuando encontramos en Cristo al Dios vivo, conocemos lo que es la vida. No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario. Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo”.

Sigamos a Jesús en este tiempo durante el año, dejemos que él nos alcance, dejémonos iluminar por su luz, y con María, nuestra madre, y santa Inés, patrona de mi comunidad, en el lugar de nuestra vocación y misión, seamos pescadores de hombres, para que nuestros hermanos vean la verdadera vida, la buena noticia: Jesús.

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