“El fariseo, erguido, oraba así: “Oh Dios! Te doy gracias, porque no soy como los demás… El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; solo se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios! Ten compasión de este pecador”. Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel, no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”. (Lc 18,9-14)
Orar es ponernos delante de Dios en nuestra verdad.
Reconocernos en nuestra verdad.
Ponernos delante de Dios tal y como somos.
Delante de Dios no es como inflarnos y sacar pecho.
Sin embargo, la oración no puede ser:
Un sentirnos más que los demás.
Un sentirnos superiores a los demás.
Un sentir desprecio por los demás.
No oramos para destacar nuestras virtudes y los pecados de los demás.
El problema de la oración del fariseo no estaba tanto en reconocer lo bueno que hacía, sino: “En no ser como los demás”.
Un presentar a Dios los pecados y debilidades de los demás.
Quien desprecia a los demás delante de Dios, está despreciando a Dios en ellos.
Quien acusa ante Dios los pecados y debilidades de los demás, está cayendo en lo peor de la oración, que es, acusar a los otros.
Orar, sin amar a los demás, es orar en el vacío.
Esto lo entendió muy bien Santa Teresa, cuando en el libro de su vida, al hablar de su vida de oración escribe: “Y ahora, comenzamos a hablar de cosas de amistad”.
La oración del fariseo es la oración de los “satisfechos”. Yo prefiero la oración de los pobres que claman al Señor desde sus impotencias, pero con gran confianza. Prefiero lo que se canta en la Misa campesina de Nicaragua:
“Vos sos el Dios de los pobres, El Dios humano y sencillo,
El Dios que suda en la calle, El Dios de rostro curtido.
Por eso es que te hablo yo, así como te habla mi pueblo,
Porque sos el Dios obrero, El Cristo trabajador”.
Además ¿quién es capaz de decir “yo no soy como los demás” o sentir su superioridad sobre el resto?
Solo Dios conoce mi corazón y el corazón del hermano.
Solo Dios conoce mi verdad y la verdad de mi hermano.
Solo Dios conoce lo que yo llevo dentro y lo que hay dentro del corazón del hermano.
Puede que yo “no robe como roban los demás”.
Pero es posible que esté robando la verdad de mi hermano.
Puede que yo “no sea injusto como los demás”.
Pero estoy cometiendo la injusticia de juzgar y condenar a mi hermano.
Puede que yo “no cometa los adulterios de los demás”.
Pero ¿hay mayor adulterio que ser infiel al amor de mi hermano?
¿Qué otra cosa es el adulterio sino la infidelidad del corazón?
Una infidelidad que no se da solo en el matrimonio sino en todo aquel que no ama a su prójimo.
Puede que yo no sea “publicano como los demás”.
Pero ¿quién no lleva mucho de publicano en su corazón?
Puede que yo “ayune dos veces por semana”.
Pero es posible que, con mis actitudes egoístas, obligue a ayunar todos los días a mi hermano, negándole un pedazo de mi pan.
Puede que “pague el diezmo de todo lo que tengo”.
Pero luego, ser incapaz de compartir lo mío con los necesitados.
Nos ponemos delante de Dios en la oración:
Para hablarle de nosotros y no de lo defectos de los demás.
Para pedirle que su amor nos justifique, y no como ya justificados.
Para pedirle su bondad y misericordia, y no para pasarle la contabilidad de nuestros derechos.
Para pedirle un corazón como el suyo, capaz de amar a todos, y no para excluir a nadie del nuestro.
Nuestra oración ha de ser:
La oración del pobre que necesita de Dios.
La oración del pobre que, cada día, espera sentirse amado por El.
La oración del pobre que todo lo espera de El.
Orar es ponernos como niños e hijos delante de Dios agradeciéndole su amor.
Orar es interesarnos por los demás.
Orar es pedir que los demás descubran el camino del amor.
Orar es comprender y amar a los que otros consideran malos.
Clemente Sobrado C. P.
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