“Los judíos agarraron piedras para apedrear a Jesús. El les replicó: “Os he hecho ver muchas obras buenas por encargo de mi Padre, ¿por cuál de ellas me apedreáis? Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis, pero si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras, para que comprendáis y sepáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre”. (Jn 10,31-42)
Las piedras sirven para muchas cosas.
Sirven para pavimentar los caminos.
Sirven para levantar edificios.
Sirven para construir puentes.
Sin embargo, las piedras también sirven:
Para espantar los perros.
Para tirar a la cabeza de los demás.
Para apedrear a los demás.
Jesús tiene mucha experiencia de las piedras, porque, muchas veces quisieron apedrearle, aunque él siempre logró librarse de ellas.
El sabe lo que nos encanta a los hombres apedrear a los demás.
¡Cuánto disfrutó defendiendo a la adúltera a la que aquellos viejos querían apedrear!
Nos cuesta reconocer lo bueno de los demás, y preferimos apedrearlos.
Por eso, él mismo pregunta ¿por cuál de sus obras buenas quieren apedrearle?
¿No nos sucede algo parecido a nosotros mismos?
Piedras las hay de todo estilo y tamaño.
Hay piedras que son piedras de verdad.
Hay piedras que se llaman “crítica de los demás”.
Hay piedras que se llaman “murmuración de los demás”.
Hay piedras que se llaman “calumnias sobre los demás”.
Hay piedras que se llaman “difamación de los demás”.
Nos cuesta reconocer lo bueno que tienen los demás.
Y preferimos apedrearles con nuestras críticas y murmuraciones.
Preferimos difamarlos ante los demás.
Preferimos hacerles perder su reputación ante los demás.
Preferimos denigrarles ante los demás.
Tal vez no se trata tanto de esas piedras que tiramos con nuestras manos.
Sino de esas piedras que vomitamos con nuestra lengua.
Son peores las piedras de la lengua que las piedras del camino.
Lo importante es desacreditar a los otros.
Lo importante es que los otros queden mal ante la gente.
Lo importante es privar a los otros de su propio nombre y dignidad.
Es posible que nos confesemos apedreamos con piedras de verdad.
Y sin embargo nos sentimos felices de todas esas críticas y murmuraciones y chismografías con las que desnudamos al vecino y lo apedreamos.
Jesús no pide que le crean a él sino que crean a sus obras.
Muchos hermanos nuestros no nos piden que les creamos a ellos sino que creamos al testimonio de sus vidas.
Porque, al fin y al cabo, cada uno expresamos la verdad de lo que somos con nuestra conducta, con nuestros comportamientos.
Pero nosotros preferimos ver a la persona que rechazamos y no lo que hace.
Son nuestras obras las que hablan por nosotros.
Son nuestras obras las que hablan de nosotros.
Son nuestras obras las que nos acreditan en nuestra verdad.
Pero ¡qué difícil ver lo bueno que hay en los demás!
Preferimos ver sus fallos y errores, a ver todo lo que hay de bondad y luminosidad en ellos.
Preferimos ver sus zonas oscuras a ver sus zonas iluminadas de bondad y de verdad.
El gran problema de Jesús fue, sin duda alguna, que no supieron ver su verdad.
No supieron ver lo que hacía.
No supieron ver la bondad de su corazón.
No supieron ver a Dios en él.
Sólo veían aquello que ellos no querían aceptar.
Sólo veían aquello que a ellos no les interesaba ver porque les molestaba.
Por eso mismo, su respuesta no fue de aceptación de él sino su voluntad de apedrearlo.
Son peores las piedras de la lengua que las piedras que tiramos con la mano.
Clemente Sobrado C. P.
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