“Dice Jesús a los judíos: “Os aseguro: quien guarda mi palabra no sabrá lo que es morir para siempre” Los judíos le dijeron: “Ahora vemos claro que estás endemoniado; Abraham murió, los profetas también, ¿y tú dices: Quién guarda mi palabra no conocerá lo que es morir para siempre?” (Jn 8,51-59)
Siguen las peleas de Jesús con los judíos, o mejor, de los judíos con Jesús. Esta vez, el problema está, en si vamos a vivir para siempre o nos contentamos con eso que, vulgarmente llamamos “estirar la pata” y que nos entierren. O como dice el refrán: “muerto el perro se acabó la rabia”.
Jesús anuncia vida, y nosotros preferimos anunciar la muerte.
Jesús anuncia una vida que no muere, y nosotros nos aferramos a la vida que muere.
Y hasta resulta curioso:
Todos tenemos miedo a morir.
Y cuando se nos habla de una vida sin muerte, no lo creemos.
Todos hacemos lo posible para alargar nuestra vida.
Y cuando Jesús nos la alarga para siempre, nos resistimos a aceptar su palabra.
La medicina ha logrado prolongar nuestras vidas.
Hay una medicina que la prolonga para siempre y nos negamos a tomarla.
Y hasta se atreven a llamarle “endemoniado”.
Los judíos se aferran a la temporalidad de la vida, en base a su experiencia. “¿Eres más que nuestro padre Abraham, que murió?” “También los profetas murieron, ¿por quién te tienes?”
Hablamos mucho sobre la vida eterna que nos regala la fe en Jesús.
Pero pesa más en nosotros la experiencia de los que a diario nos dejan.
Tenemos ojos para ver la muerte de cada día y lo limitado de nuestras vidas.
Pero nos falta esa fe en la Palabra de Jesús que nos promete una vida que, ya la llevamos dentro de nosotros, y estamos ciegos para verla.
Porque, en realidad, solo creemos en esta vida material, y no aceptamos que dentro de nosotros somos portadores de la vida eterna.
“Os aseguro que quien guarda mi palabra no sabrá lo que es morir para siempre”.
Y en otra parte nos dijo que “el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna”. “El que cree en mí posee la vida eterna”.
Una vida que llevamos como en germen dentro del grano de nuestras vidas.
Una vida que, eso que nosotros llamamos “muerte”, hará brotar como el grano sembrado brota de la tierra.
Pero ese tallo y esa espiga ya están en semilla, en blanco germen dentro del grano de nuestra vida.
Comulgar sacramentalmente es comer la “vida para siempre”.
Creer en Jesús es ganarnos esa “vida para siempre”.
Cumplir la palabra de Dios, es asegurarnos la “vida para siempre”.
Jesús nos vino a traer la buena noticia de la vida.
La vida que no muere.
La vida que no termina en la muerte.
La vida que brota y crece en la muerte.
La vida que, como la suya, no termina en la muerte de la cruz sino que resucita en la mañana de pascua.
Señor, tengo miedo a la muerte.
Pero sé que tú me regalas la vida “para siempre”.
Señor, sé que tengo que pasar por esa experiencia del morir humano.
Pero también sé que mi muerte posibilita la “vida para siempre”.
Señor, tengo miedo a ese momento final de mi vida humana.
También tú pasaste por esa experiencia.
Dame la gracia de creer en tu palabra que me da vida eterna.
Clemente Sobrado C. P.
Archivado en: Ciclo B, Cuaresma Tagged: identidad, muerte, vida eterna
Publicar un comentario