“Nadie puso las manos sobre Él, porque no había llegado su hora”



“Nadie puso las manos sobre Él, porque no había llegado su hora” (Jn 7, 1-2.10.25-30). Los fariseos quieren detener y matar a Jesús; no lo hacen porque temen a la gente, puesto que Jesús es muy conocido a causa de la autoridad de su enseñanza y sus milagros, y porque “no ha llegado todavía su hora”. En este hecho podemos ver dos aspectos: primero, que la intención de los judíos de detener y matar a Jesús es absolutamente irracional, puesto que el motivo es “porque se hacía igual a Dios”, es decir, porque Jesús sostenía que Él era el Hijo de Dios, de igual poder y majestad que su Padre Dios, lo cual, para los judíos, sonaba a herejía, porque los fariseos solo creían en un solo Dios y no se daban cuenta de que Jesús no solo les revelaba que en Dios había Tres Personas distintas, sino que Él era una de ellas. Y Jesús había dado suficientes pruebas de que lo que decía era verdad, es decir, de que Él era Dios, porque hacía milagros que sólo Dios puede hacer –resucitar muertos, expulsar demonios, multiplicar panes y peces, dar la vista a los ciegos, etc.-, y sin embargo, los fariseos se obstinaban en no creer en la divinidad y en la revelación de Jesús. Lo que sucede es que, detrás de la terquedad de los fariseos, se encuentra la acción del demonio, el Príncipe de este mundo, que es quien está interesado, en primer lugar, en matar a Jesús, porque el demonio se da cuenta de que Jesús tiene poder sobre Él y de que le arrebata las almas y los corazones que antiguamente él los tenía bajo su poder. El demonio se da cuenta de que Jesús, con su palabra, con su poder, con sus milagros, y con su Amor, principalmente, conquista a las almas para el Reino de Dios y se las arrebata de sus garras, y es por eso que se enfurece contra Jesús y desencadena una feroz persecución contra Él, precedida por toda clase de mentiras y calumnias.


El segundo aspecto a tener en cuenta en este Evangelio, es que, si no detienen a Jesús, es porque “no ha llegado su hora”, es decir, no ha llegado la hora establecida por el Padre, para que Jesús dé el supremo testimonio de Amor por Él y por los hombres, ofrendando su vida en la cruz, para la salvación de los hombres. Paradójicamente, la “hora” de Jesús, es decir, el momento en el que Él ofrendará su Cuerpo y derramará su Sangre en la cruz como supremo testimonio de Amor por Dios y por los hombres, para expiar los pecados de la humanidad y así salvar las almas de la eterna condenación, coincidirá con la “hora de las tinieblas” (Lc 22, 53), como Él mismo define, al espacio temporal asignado por la Divina Providencia a las fuerzas del mal, para que lleven a cabo su plan de apresarlo, juzgarlo inicuamente y condenarlo a muerte.


“Nadie puso las manos sobre Él, porque no había llegado su hora”. La hora de Jesús es la hora de su entrega en la Pasión, en manos de los hombres, para ser crucificado por nuestra salvación; esa hora se renueva y actualiza en el Santo Sacrificio del altar, en la Santa Misa. En la hora de su entrega en la cruz, Jesús nos da su Amor, la totalidad del Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico; hagamos lo mismo nosotros, según dice el refrán: “amor con amor se paga”, y demos a Jesús, que renueva su sacrificio en cruz por nosotros en el altar, para darnos su amor, todo el amor del que sean capaces nuestros pobres corazones.



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