“Y cuando se acercaba ya la bajada del monte de los Olivos, la masa de los discípulos, entusiasmados, se pusieron a alabar a Dios a gritos, por todos los milagros que habían visto, diciendo: “¡Bendito el que viene en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en lo alto! Algunos fariseos le dijeron: “Maestro, reprende a tus discípulos”. Si estos callan, gritarán las piedras”. (Mc 11,1-10)
La Semana Santa comienza con una manifestación de afecto, cariño y admiración de la gente para con Jesús.
Jesús siempre evitó las grandes manifestaciones en torno a su persona.
Jesús no es de los que quiere sacar mucho ruido.
Pero esta vez no pudo evitar la manifestación espontánea de la gente que se quita sus mantos y rompe las ramas para alfombrar el camino por donde va a pasar.
No entra como triunfar político.
Le bastaba un borrico.
Los caballos son para los grandes conquistadores.
Jesús prefiere la sencillez del amor.
Tampoco rechaza la espontaneidad del corazón de la gente sencilla, que es su gente.
Aun sabiendo lo caldeado que está el ambiente en su contra, Jesús quiere hacer su última oferta a Jerusalén.
Sabe que no es bienvenido, pero su amor es insistente.
Además, Jesús quiere entrar en el corazón de Jerusalén no con amenazas sino con la alegría de la fiesta.
Jesús nunca es un peligro.
Jesús quiere ser fiesta.
Jesús quiere ser celebración.
Jesús quiere ser alegría.
Jesús quiere ser canto.
Es consciente de que ese momento festivo, será aumentar el riesgo de su vida.
Pero Jesús:
No teme el riesgo cuando se trata de ofrecer nuevas posibilidades.
No teme el riesgo cuando se trata de abrir nuevos cominos de gracia.
No teme el riesgo cuando se trata de ver feliz a la gente.
El sabe muy bien que entre la gente no faltan espías.
Y sabe que mientras unos celebran el encuentro con él, otros se queman los hígados de rabia y de enfado.
Es curioso observar cómo lo que para unos es motivo de alegría, para otros resulta ser motivo de rabia.
La religión une, pero también divide. ¿Recuerdan el Encuentro Mundial de la Juventud en Madrid?
Mientras millones de jóvenes vibran con el encuentro con el Papa, otros no entienden nada y tratan de aguar la fiesta con manifestaciones en contra.
Mientras para unos Dios es gozo y esperanza, para otros, Dios termina siendo siempre un fastidio y un estorbo.
Allí están, como siempre al acecho, los fariseos. Esta vez ya no aguantan más y hasta se atreven a exigirle que mande callar a la gente.
Comenzamos esta Gran Semana con este gesto de Jesús:
Que también hoy quiere entrar en nuestros corazones.
Que también hoy quiere ser la fiesta de nuestras vidas.
Y ante el cual, cada uno debiéramos tender por el suelo nuestros mantos:
Los mantos de nuestras riquezas.
Los mantos de nuestras ansias de poder.
Los mantos de nuestros egoísmos.
Los mantos de nuestras tristezas.
Porque, aunque sea una Semana tan trágica para él, él quiere ser fiesta en nosotros. Jesús no mide las consecuencias cuando se trata de devolver al hombre la alegría de la vida, el canto de la vida, el gozo de vivir.
Domingo de Ramos es la fiesta del agradecimiento de la gente “por los milagros que había hecho”. Es la fiesta de la sencillez de Dios a lomos de un pollino. Es la fiesta del reconocimiento de Jesús como el enviado de Dios. Momento de gozo para la gente. Y momento de satisfacción y gozo para Jesús.
No le importa que allí mismo algunos rechinen los dientes de rabia.
Le importa el gozo y la alegría de la gente sencilla.
Comenzamos así la Semana Santa con alegría en el corazón, fundidos en un racimo de alabanzas a Dios y los hombres. Que las tristezas de esta Semana no vacíen nuestro corazón de las alegrías y esperanzas pascuales.
Clemente Sobrado C. P.
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