He sabido, por otro blog de este portal, que un catedrático de Historia de la Ciencia se ha sentido ofendido por la publicación en el “BOE” de un anexo del currículo de la Enseñanza de la Religión Católica en la Escuela. Es obvio que lo que se publica en el “BOE” puede, más de una vez, ofender, si no a todos, sí a muchos de sus potenciales lectores. Con frecuencia las leyes promulgadas, y sus exposiciones de motivos, contradicen lo que, en principio, uno considera bueno, correcto o agradable.
O sea que el sentimiento de ofensa sufrido por el catedrático en cuestión no es único. Pero yo estoy a favor de escuchar a todos, también a los ofendidos – entre los que, más de una vez, me cuento - . ¿Qué le ofende al catedrático? Sustancialmente parece que le ofende la religión católica en sí misma, aunque no lo dice así, sino más sutilmente, como si fuese una enmienda a la forma y no al fondo. No le gusta que se diga, según él reporta – no lo he comprobado – , que “el rechazo de Dios tiene como consecuencia en el ser humano la imposibilidad de ser feliz”.
Desde la perspectiva cristiana, que se fundamenta en la enseñanza de Jesús, y no en las opiniones de la Conferencia Episcopal, la afirmación sospechosa de ofensiva es incuestionable. Dios es el Bien y el fin del hombre y no es lo mismo conocer a Dios que no conocerlo: “Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,31-32).
La felicidad, si atendemos al testimonio de Jesucristo, tiene mucho que ver con el conocimiento de la verdad sobre Dios y sobre el hombre. Otra cosa sería las vías por las que, en cada caso, se llega al conocimiento de Dios. Una cosa es enunciar un principio general y otra trazar el mapa del itinerario de cada alma en concreto, de cada persona; un camino que solo Dios conoce.
Pretender que la Enseñanza de la Religión en la Escuela silencie lo que Jesús dice sería lo mismo que engañar a los destinatarios de esa enseñanza. Una enseñanza legal, que responde a una petición de los padres que, haciendo valer su derecho a la libertad religiosa – uno de los derechos humanos, y no el último de ellos - , la piden para sus hijos.
Pero, si he de ser condescendiente, podría cuestionar la forma y no el fondo – aunque creo que el catedrático ofendido se ha molestado solo por el fondo - . En lugar de decir – no lo he comprobado – que “el rechazo de Dios tiene como consecuencia en el ser humano la imposibilidad de ser feliz”, se podría expresar de otro modo. Por ejemplo: “La conexión existente en la historia del pensamiento humano entre Dios y felicidad”.
Y esta formulación, que no se aparta del Evangelio, sería difícilmente negable por parte de un catedrático de Historia de la Ciencia. Al menos si esta especialidad se inserta en un currículo de Filosofía, porque no solo los pensadores de la Antigüedad, sino que, de un modo o de otro, casi todos ellos, en todas las épocas, se han planteado – para afirmarlo, cuestionarlo o negarlo – este problema.
Pero hay un tono de fondo que, en mi opinión, convierte al presunto ofendido en potencial ofensor. Identifica al hombre religioso con aquel que no explica, ni intenta hacerlo, la causa de las cosas. Identifica al hombre religioso con una especie de ser que, por alguna debilidad, no incompatible con la genialidad, se refugia en el pasado más ignorante de la humanidad.
Y teme que la introducción de la creencia religiosa en la mente de los niños cause, y cita a Darwin -como si este pensamiento de Darwin supusiese el no va más de su contribución a la ciencia- , un prejuicio irreparable, de modo que “deshacerse de su creencia en Dios les resultaría tan difícil como para un mono desprenderse de su temor y odio instintivos a las serpientes”.
Está meridianamente claro que la enseñanza de la religión, para este catedrático, está de sobra. Diga lo que diga el anexo del currículo de la Enseñanza de la Religión Católica en la Escuela, lo que a él no le complace no es el anexo, sino la Religión Católica.
Quizá este ilustre profesor no haya caído en la cuenta de que es ofensivo su tono de desprecio; su falsa condescendencia al reconocer lo obvio: “existen y han existido magníficos científicos creyentes”. Su problema, el de él, no es que otros crean lo que él rechaza. No, él desprecia lo que otros creen si él lo rechaza.
Naturalmente, no ha aportado a favor o en contra de estas creencias o rechazos ningún argumento propiamente científico. La ciencia da para mucho, pero no para tanto. Y no es muy honesto hacer pasar por ciencia lo que, rigurosamente hablando, no es tal. Es cientificismo, una especie de dogma que, de modo muy poco razonable, no se presenta como dogma. Es una especie de dogma, un sucedáneo que tiende a engañar.
Guillermo Juan Morado.
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