El encuentro (Palabras sobre la santidad - XII)


Se equivocaría quien pensase que la santidad se origina por el compromiso u opción personal del bautizado, basado en sus propias fuerzas, méritos y recursos humanos. Esa era la herejía pelagiana combatida por san Agustín que aflora con nuevo lenguaje en todas las épocas de la Iglesia.



La santidad es un don, un misterio, una gracia, que nos viene dada: depende de la gratuidad de Dios que se da y que espera, eso sí, una respuesta por parte del hombre, una correspondencia. Esto se puede expresar muy adecuadamente con la categoría "encuentro".



"Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" (Benedicto XVI, Deus charitas est, n. 1)




Todo proviene de este encuentro fundante con Jesucristo. Él, que entra en nuestras vidas, que conversa con nosotros, que atiende a las exigencias del propio corazón y nos plantea los interrogantes fundamentales ante los cuales descubrimos que tenemos necesidad de Él. En ese encuentro se percibe el inmenso amor de Cristo, su mirada, la profundidad de sus palabras: nadie había hablado antes así; nadie había sondeado así el corazón... y nadie jamás habría podido dar respuestas tales que conmovieran todo el ser personal.


Tras el encuentro con Cristo, ya nada es lo mismo ni vuelve a ser igual. Todo ha cambiado. Aquel encuentro ha sido un acontecimiento de gracia definitivo, impactando y dejando sus huellas en el barro del propio ser.


La santidad es la consecuencia y el fruto de este encuentro con Cristo. Ya la vida se cambia, se transforma: se quiere vivir en amistad con Cristo, en unión con Él; se quiere asumir su mentalidad, su corazón, sus sentimientos, su manera de obrar, la belleza de esa vida moral nueva. Podría decirse, así pues, que la santidad brota -comienza a brotar- cuando uno se ha encontrado con Cristo y su belleza lo ha fascinado, incluso lo ha empezado a transfigurar.



"'Os convertisteis a Dios, tras haber abandonado a los ídolos para servir al Dios vivo y verdadero' (1Ts 1,19). Esta conversión es el principio del camino de santidad que el cristiano está llamado a realizar en la propia existencia. El santo es aquel que está tan fascinado por la belleza de Dios y por su perfecta verdad que queda progresivamente transformado. Por esta belleza y verdad está dispuesto a renunciar a todo incluso a sí mismo. Le es suficiente el amor de Dios, que experimenta en el servicio humilde y desinteresado del prójimo, especialmente de aquellos que no tienen capacidad de corresponder" (Benedicto XVI, Hom. en la clausura del Sínodo y canonización de cinco nuevos beatos, 23-octubre-2005).




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