22 de marzo.

miércoles ceniza


Homilía para el V domingo de Cuaresma B


El texto de Jeremías que hemos escuchado en la primera lectura de la Misa es uno de los más bellos de la Biblia sobre la conversión. Primero de todo él la describe no como un simple cambio de comportamiento, o como una sustitución de un “yo” por otro “yo”, sino como un cambio profundo del corazón. Y por este cambio del corazón es necesario entender no solo un corazón más puro, un corazón que desea cosas mejores, sino más bien un corazón que esté profundamente impregnado del Espíritu Santo, hasta desear todo lo que Dios mismo desea. “Pondré mi ley en lo más profundo de su ánimo; la escribiré en su corazón… Ellos no tendrán más necesidad de instruirse recíprocamente… Todos en efecto me conocerán, de los más grandes a los más pequeños”.


Se trata de una obediencia “radical” a Dios. Radical porque radical es la obediencia que parte de la raíz (radix) misma de nuestro ser. Pero ¿cómo Dios realiza este cambio? No hay otro camino que aquél que Cristo nos ha enseñado, aquella que él mismo utilizó.


La lectura a los Hebreos nos habla de las oraciones de Jesús “con fuertes gritos y lágrimas”, agregando que aprendió la obediencia con sufrimiento (por las cosas que padeció). Todos hemos hecho la experiencia que las cosas más importantes de la vida se aprenden por sufrimientos mucho más que por una vida de estudio o acomodada. El texto también agrega que Cristo se volvió una fuente de salvación para todos aquellos que lo obedecen. Nosotros entonces estamos llamados a obedecerlo, como él mismo obedeció al Padre, con la misma obediencia radical, esto es mediante la consigna radical de todo nuestro ser en sus manos. ¿Y cómo podemos aprender la obediencia, si no como la ha hecho él mismo, esto es a través de los sufrimientos?


Por esto nos dice el Evangelio: “Si el grano de trigo caído en tierra no muere, queda solo, pero si muere, produce mucho fruto. Quién ama su vida la pierde; y quien la pierde en este mundo, la conservará para la vida eterna”.


¿Cuál es el sentido de esta pequeña frase enigmática que encontramos un cierto número de veces en el Evangelio (bajo formas ligeramente diferentes): “quién ama su vida la pierde, quien pierde su vida en este mundo la salva para la vida eterna”? Salvar la propia vida significa mantenerla, agarrarse a ella por temor a la muerte: perder la vida quiere decir: dejarla ir, despegarse, aceptar morir. Lo paradójico es que aquél que teme a la muerte ya está muerto, mientras aquél que no tiene más miedo de la muerte, ya comenzó a vivir en plenitud. ¿Pero por qué alguien debería estar pronto a sufrir y a morir? ¿Esto tiene sentido? La palabra clave aquí es “compasión” (sufrir con).


Lo que Jesús quería eliminar absolutamente era el sufrimiento y la muerte: el sufrimiento del pobre y el oprimido, el sufrimiento del enfermo, el sufrimiento y la muerte de todas las víctimas de la injusticia. La única manera de destruir el sufrimiento es renunciar a todos los valores de este mundo y sufrir sus consecuencias. Sólo la aceptación del sufrimiento puede vencer en mundo al sufrimiento (paradoja). La compasión puede destruir el sufrimiento sufriendo con aquellos que sufren y en lugar de ellos. Una simpatía por el pobre que no estuviese lista a compartir sus sufrimientos, sería una estéril emoción. No se puede tener parte en la bendición de los pobres, sin estar listos a compartir sus sufrimientos. Se puede decir lo mismo de la muerte.


Decía en una ocasión el papa emérito Benedicto XVI: “Morir duele; morir asusta; no sólo la muerte con la cual se termina el peregrinar en esta vida; sino todas las muertes, todas las renuncias, todos los descubrimientos que lo que nos gusta está mal, que lo que nos resulta cómodo está mal, que aquello que da placer está mal y que debe ser abandonado. Obviamente no se ha de entender que todo lo que gusta, es cómodo o da placer está mal; eso sería absurdo. Hay mucho de lo que nos gusta, es cómodo o da placer que es bueno, pero otro mucho es malo. Estas últimas cosas son las que producen incomodidad, malestar, crisis cuando hay que abandonarlas por ser malas. Aquellas que están bien forman parte del plan de Dios para la realización del hombre ya en su peregrinar. Renunciar a lo que es muerte, para vivir lo que es vida es un programa exigente, pero es el mejor.”


Es precisamente esto que Jesús ha hecho por nosotros. Es esto de lo que hacemos memoria (estar presentes en esa realidad) en estas semanas. Alcanzamos en la Eucaristía la fuerza para seguir sus pasos, vamos también acompañados por María nuestra madre.





12:31
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