Tal vez no exista quimera más falaz, maligna y destructiva que el mito del Progreso, levadura de todas las ideologías modernas. Según dicha quimera, la Humanidad avanza hacia un porvenir siempre mejor, en alas de avances científicos cada vez más refinados y de logros políticos cada vez más estimulantes; y tales avances y logros irán produciendo, a su vez, un perfeccionamiento de la propia Humanidad, que merced a la conquista de sucesivos derechos podrá entronizarse a sí misma como un dios (resulta, en verdad, desternillante que las masas se resistan a creer en un Dios trino y no tengan problemas en creer en la Humanidad, un dios mogollónico a modo de hidra de infinitas cabezas).
En realidad, el progresismo no es más que un grotesco determinismo eufórico que confía (en contra de las evidencias que nos proporciona la observación empírica) que la vocación natural de la naturaleza humana es ascender por sí misma, ignorando que el hecho más cierto e irrefutable de la historia humana es la Caída, de la que el hombre sólo puede levantarse con Dios y ayuda.
Reflexionaba yo sobre estos asuntos hace unas semanas, mientras contemplaba en el cine una película absolutamente mema, séptima de una saga automovilística y adrenalínica, que se ha convertido en una de las más exitosas de la historia del cine. Muy rápida y furiosa, la película estaba llena de estruendos y pirotecnias apabullantes, pero carecía de sentido, de conflicto dramático, de personajes con encarnadura, de pasiones nobles o plebeyas, de sentimientos dignos de tal nombre, del más mínimo atisbo de raciocinio.
Mientras contemplaba con hastío y perplejidad semejante bodrio me pregunté si estaba dirigido a seres humanos, o más bien a alguna especie animal fruto de una involución que necesitase para su supervivencia de entretenimientos botarates que no la expongan al riesgo de pensar. Aquí alguien podría objetar que a una película cuyo fin primordial es pastorear multitudes no debe exigírsele conflicto dramático, ni personajes consistentes, ni parecidas exquisiteces; pero lo cierto es que en otras épocas -sin salirnos del negociado cinematográfico- las películas taquilleras que desempeñaban igual labor se titulaban Lo que el viento se llevó o Ben-Hur, que a la vez que pastoreaban multitudes proporcionaban un entretenimiento que no insultaba la inteligencia. Viendo aquella película rápida y furiosa llegue a la conclusión de que era el producto natural de una época en la que el progreso técnico (muy visible en el bodrio) encubre un retroceso espiritual, moral, en definitiva humano.
La quimera del progresismo se ampara en un espejismo de gran eficacia persuasiva, según el cual el desarrollo alcanzado por la ciencia o la técnica es la muestra más evidente del esplendor de una civilización. En realidad, desarrollo científico y civilización son conceptos que nada tienen que ver entre sí; pues uno se refiere a un ámbito puramente material y el otro a un ámbito espiritual. Que una sociedad disponga de remedios para sanar enfermedades o comunicarse a distancia no significa que sea una sociedad que haya avanzado en la consecución del bien, la verdad o la belleza; incluso podría significar exactamente lo contrario.
Lamartine, en su poema La caída del ángel, imaginaba una sociedad en la que florecían de forma prodigiosa todos los refinamientos científicos concebibles; pero esa sociedad, a un intenso progreso científico, unía un manifiesto espíritu de barbarie. Por prejuicio progresista, Lamartine situaba esa sociedad en la prehistoria, aceptando el tópico progresista que pretende que los hombres hemos evolucionado desde la barbarie hasta el refinamiento espiritual. Las llamadas ´distopías´, por su parte, juegan a imaginar futuros regidos por la barbarie; pero tal barbarie suele producirse en mundos en los que el progreso científico se ha detenido, o bien en coyunturas políticas dictatoriales.
Muy raramente aceptamos la posibilidad de un mundo progresado científicamente, sólidamente democrático, en el que los hombres hayan retrocedido espiritualmente, caminando hacia la barbarie; y la razón por la que no lo aceptamos es porque ese mundo se parece demasiado al nuestro, porque ese mundo tal vez sea ya el nuestro, un mundo rápido y furioso en el que la gente, inmunizada contra la nefasta manía de pensar, ya ni siquiera es capaz de hacer juicios éticos (lo que, según Aristóteles, es el rasgo distintivo del ser humano).
Afirmaba Gracián que «todo móvil instable tiene aumento y declinación». Tal vez los antiguos pecasen de un cierto determinismo aciago; pero si hay algo más equivocado que el determinismo aciago es el determinismo eufórico.
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