2 de noviembre.

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Homilía para la Conmemoración de todos los fieles difuntos


Aunque la Iglesia recuerda siempre en sus oraciones a los difuntos, el día de la Conmemoración de todos ellos aparece en el calendario litúrgico el día de hoy, podríamos decir, un poco tarde. Esta idea proviene de los ambientes monásticos. La regla de San Isidoro de Sevilla (+636) prescribe la Misa por todos los difuntos el lunes después se Pentecostés. Algunas iglesias conocían un día similar de oración, después de la Epifanía del Señor.


Existe la tendencia de unir este día a una de las grandes fiestas de la Iglesia. El día de la Conmemoración de todos los difuntos en su forma actual fue introducida por san Odilón, abad del Monasterio de Cluny (994-1048): el día 2 de noviembre, elegido, puesto que el día anterior se celebraba la Solemnidad de Todos los Santos. La Iglesia exulta por la gloria de sus santos, pero no olvida aquellos que aún no llegaron a su plenitud, nos referimos a los difuntos del purgatorio, en camino, pero en proceso de purificación.


La abadía de Cluny por muy largo tiempo, influenció mucho sobre la vida religiosa de Europa y por eso el día de esta Conmemoración fue acogido comúnmente. La primera nota en relación con la celebración de esta conmemoración la encontramos en 1311. En algunas diócesis se desarrollaban en este día procesiones con las oraciones para los difuntos. Al final del siglo XV, en España, surge la práctica de celebrar tres Misas, práctica que se difunde en Portugal, y a través de estas naciones en América Latina. En el año 1915 al inicio de la Primera Guerra mundial, Benedicto XV extiende este privilegio a toda la Iglesia.


El día de oración por los difuntos es para muchos la ocasión de preguntarse por los principios. ¿Por qué la muerte?, ¿por qué nuestro cuerpo vuelve al polvo?, ¿Por qué debemos experimentar el dolor de la separación de nuestros seres queridos? ¿Quién puede asegurarnos la inmortalidad, quién nos puede decir como será la vida futura, quién puede consolarnos en el tiempo de la tristeza?


Hemos escuchado las palabras de Jesús y conocemos la respuesta, creemos en eso que dicen los libros inspirados de la Sagrada Escritura. Las muchas respuestas que hemos encontrado las podemos resumir en una: la muerte se puede comprender solo a la luz de la Muerte y de la Resurrección del Señor. Como Jesús murió y resucitó, así también aquellos que mueren, Dios los reunirá por medio de Jesús con Él. (1Tm 4, 14).


Como todos mueren en Adán, así todos recibirán la vida en Cristo (1Co 15, 22). Yo soy la resurrección y la vida, quién cree en mí, aunque esté muerto, vivirá (Jn 11, 25). La fe en la Resurrección del Señor está en la base de nuestra plegaria por aquellos que murieron: a fin que sean recibidos en la gloria, para que pasen al lugar de la luz y de la paz. Ellos no sólo creyeron en el Señor, sino a través del Bautismo murieron con Él y con Él pasaron a la vida nueva: que el Señor cumpla ahora esto que inició en el Bautismo.


El hombre de frente a Dios: ¿quién puede decir que no tiene pecados? La Iglesia encomienda hoy a la divina Misericordia aquellos que murieron: Dios, una vez los lavó con las aguas del Bautismo, que ahora los lave con la gracia del perdón. Celebrando la Eucaristía, la Iglesia no cesa de interceder por nuestros hermanos, que murieron en la esperanza de la resurrección. Reza por los difuntos, de los cuales solo Dios conoció la fe y por todos aquellos que han dejado este mundo. Hoy, estas palabras asumen un particular significado. Estamos hoy frente a la ausencia, en este mundo, de nuestros parientes, vecinos, conocidos; pasamos tan cerca del misterio de la muerte. Nos acompañan las palabras de la liturgia: “La vida de los que creen en ti, no se quita, se transforma”. (Prefacio de difuntos I)


Dios todopoderoso y eterno,


Anualmente por nuestras plegarias


Tu concedes las cosas que te pedimos


Y los dones para todos aquellos cuyos cuerpos aquí reposan:


El lugar del refrigerio, la beatitud de la quietud,


El esplendor de la luz;


Y aquellos que están grabados por el peso de sus pecados


Te los ecomienda la súplica de tu Iglesia.” (Sacramentarium Gelasianum, ed. L.C. Mohlberg, Roma 1968, n. 1681. Lezionario “I Padri vivi” 223)




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