“Cuando se acercaba a la entrada de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba. Al verla el Señor, le dio lástima y le dijo: “No llores” Se acercó al ataúd, lo toco y dijo: “Muchacho, a ti te lo digo, levántate” y Jesús se lo entregó a su madre”. (Lc 7,11-17)
Algunos pasamos por la vida y no vemos nada.
O somos ciegos o no tenemos corazón.
Otros pasan por el mismo camino y se encuentran con cantidad de cosas.
Jesús es uno de esos que siempre encuentra algo en su camino que toca su corazón.
Para Jesús los caminos de la vida están siempre:
Llenos de interrogantes.
Llenos de gente.
Llenos de problemas.
Llenos de dolor y sufrimiento.
Nunca olvidaré que el día que di el examen de ingreso a la Escuela de Periodismo, el examen consistió en una sola pregunta: Describan lo que han visto y oído desde que salieron de casa hasta que llegaron aquí.
Como tenía mucha amistad con el Director le pregunté: ¿A qué se debía esa pregunta?
Su respuesta fue clara: “El periodista tiene que ser alguien que por donde ve sabe ver y escuchar”. La verdad que esto se me quedó grabado para no pasar por la vida ciego y sordo. Y esta debiera ser la pregunta que nos hacemos los cristianos: “¿He hemos visto y oído desde que salimos de casa?”
Jesús se acerca a Naín. La escena no es nada simpática. Un funeral. El funeral de un muchacho “hijo único”. Y una madre deshecha en lágrimas de dolor y que, además era viuda.
No sé qué tienen las lágrimas pero siempre llaman la atención.
Es que las lágrimas suelen ser como el lenguaje del corazón que sufre.
Y ¿quien no se siente conmovido por las lágrimas de una madre?
El corazón de Jesús es demasiado sensible para no detenerse ante el dolor de una madre.
Por eso “al verla el Señor, le dio lástima”.
Y le devolvió al hijo que se le había muerto.
Y al que llevaban camino del cementerio, regresa ahora a casa, cogido de la mano de su madre.
No solo revivió el hijo.
También revivió la madre.
Se secaron sus lágrimas y la sonrisa volvió a florecer en sus labios.
La lluvia riega las plantas y las hace florecer.
Las lágrimas de una madre riega la vida de los hijos.
Y muchos de ellos vuelven a florecer.
El agua que cae en la tierra no se pierde.
Las lágrimas de una madre por sus hijos tampoco se pierden.
Dios nos regala con la lluvia que fecunda la tierra.
Y Dios nos regala con las lágrimas de las madres que fecundan la vida de los hijos.
La sociedad y cada uno de nosotros debiera hacerse hoy toda una serie de cuestionamientos:
¡Cuántos hijos que viven muertos!
¡A cuántos hijos matamos por nuestro egoísmo de tener más!
¡A cuántos hijos matamos con la droga o el alcohol!
¡A cuántos hijos matamos con nuestros criterios y nuestro espíritu consumista!
¡A cuántos hijos matamos con nuestra mentalidad del placer inmediato!
Pero:
¿Cuánto nos duelen las lágrimas de muchas madres?
¿A cuántas madres les devolvemos vivos sus hijos?
¿Cuántas lágrimas de madre enjugamos cada día reviviendo a sus hijos?
Y a vosotras madres:
Tened fe en vuestras lágrimas derramadas por vuestros hijos.
Tened fe en que Dios escucha las lágrimas de las madres.
Tal vez, tengáis que esperar a que Jesús salga al encuentro de vuestros hijos.
Pero vuestras lágrimas no se perderán.
Las de Santa Mónica no se perdieron.
Las vuestras tampoco, porque a Dios se le conmueve el corazón ver correr esas lágrimas por vuestro rostro materno.
Clemente Sobrado C. P.
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