“Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Y envió mensajeros por delante. De camino, entraron en una aldea de Samaria para prepararle alojamiento. Pero no lo recibieron, porque se dirigía a Jerusalén. Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le preguntaron: “Señor, ¿quietes que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?” El se volvió y les regañó”. (Lc 9,51-62)
La historia de Jesús resulta siempre curiosa.
Al nacer, dice Juan: “Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron”.
Al llegar al final de la vida: “Los paganos samaritanos, “no lo recibieron” ni para darle alojamiento.
Y finalmente, serán los suyos, será Jerusalén: que tampoco lo recibe y lo crucifica.
Jesús pertenece al grupo de los “no bien recibidos”.
Jesús pertenece al grupo de los “excluidos”.
Al nacer “porque no le reconocieron”.
Al término del camino “porque les estorbaba”.
En el Evangelio de hoy:
Son los paganos samaritanos los que “no le reciben”.
La razón: “va camino de Jerusalén”.
Habría que decir “el amigo de mi enemigo, mi enemigo es”.
Y como judíos y samaritanos no se hablaban, no había cabida para Jesús.
Luego dice que “se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo”.
Manera elegante de decir “se iba a cumplir el tiempo del rechazo final y de la muerte”.
En nuestra lógica humana, lo normal sería no asomar las narices por Jerusalén.
Pero en la lógica de fidelidad de Jesús a la voluntad del Padre, estaba el no evitar el riesgo ni el peligro.
La fidelidad no es hasta la mitad del camino.
La fidelidad es hasta el final del camino.
La fidelidad no es en tanto las cosas van bien.
La fidelidad es aunque las cosas vayan mal.
La fidelidad no es en tanto brillen los triunfos.
La fidelidad es también cuando se asoma la humillación y la derrota.
Fidelidad en “las duras y maduras”.
Y no es que Jesús buscase la cruz y la muerte.
Jesús sencillamente sabe:
Que tiene que ser el testigo del Evangelio hasta el final.
Que tiene que ser el testigo del amor del Padre hasta el final.
Que tiene que llevar el amor de Dios al hombre, incluso “entregando su vida”.
Jesús sabe que cuando nació, fue Jerusalén la que lo buscó para darle muerte.
Jesús sabe que el centro de la Ley era Jerusalén con todos sus representantes.
Jesús sabe que es precisamente ahí donde lo nuevo tiene que manifestarse plenamente.
Jesús sabe que lo nuevo debe echar raíces precisamente ahí donde estaba enraizado lo viejo.
Jesús es consciente de que Jerusalén terminará dándole la muerte que no logró al nacer.
El rechazo será total.
Primero lo rechazan los samaritanos.
Luego lo rechazarán los santos judíos.
Primero lo rechazan los paganos.
Luego lo rechazarán los creyentes.
Primero le rechazan los malos.
Luego lo rechazarán los buenos.
Además, Jesús no quiere negar el amor del Padre a nadie.
No quiso que pidiesen fuego contra los samaritanos.
No quiere que Jerusalén se quede sin el testimonio de fidelidad del amor del Padre.
Por eso mismo:
Jesús no es de los que se esconden.
Jesús no es de los que buscan la seguridad que tendría en Galilea.
Jesús no es de los que buscan la seguridad de salvarse el pellejo.
Jesús no es de los que buscan dar testimonio donde todos aplauden.
Jesús es de los que quiere dar testimonio, allí donde todos pedirán su muerte.
Bello ejemplo para cuantos estamos llamados como El:
A sentirnos amados por el Padre.
A testimoniar ante el mundo el amor del Padre.
A testimoniar el Evangelio allí donde el Evangelio es un peligro.
A testimoniar la fidelidad al Evangelio, aunque sea al precio de la vida.
Clemente Sobrado C. P.
Archivado en: Ciclo C, Tiempo ordinario Tagged: cristiano, discipulo, evangelio, paz, testimonio, violencia
Publicar un comentario