Ayer por la noche, conté una vez más mis recuerdos como alumno de Gaztelueta. Y me remonté a 1952, a los primerísimos años del colegio. En la sala de estar del viejo chalet un grupo de profesores de ahora escuchaba atentamente historias de una época gloriosa que ellos no pudieron vivir, porque casi ninguno estaba en este mundo.
Al terminar, al poco de acostarme, volvió a asaltarme el mismo escrúpulo de otras veces.
―Eres un mentiroso, colega ―me susurró Kloster al oído―; en realidad ya no recuerdas nada de eso que has contado. Recuerdas sólo..., haberlo contado. Y eres fiel a tu último relato, pero no a la historia. Reconoce que cada vez añades nuevos matices, lo coloreas con tu imaginación…
Interrumpí a Kloster, irritado, entre las nubes del sueño:
―No es cierto, amigo. Siempre he tratado de ser fiel a mis recuerdos. Mentir en esto sería despreciable. Cuando me piden que hable de aquellos tiempos, es verdad que repito las mismas palabras de otras veces, y como trato de no aburrir con mis batallitas, a lo mejor las maquillo un poco; pero siempre he querido decir la verdad.
En el duermevela de las 12 Kloster sonreía irónico.
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